El Primer Día © Javier Vásquez Aguilar -¡Ya era hora!, ¡tú cuándo no!, Yo sabía que entrarías a esta universidad de porquería, y en los últimos puestos. Eres una bruta, ¡bruta!, ¡ya camina! Vamos a que te matricules, sólo gastos me ocasionas y tu padre que no trae el cheque del banco, a dónde se habrá metido ese viejo estúpido. Milagros, retraída, caminaba agarrada del brazo de su madre, asustada, observando a muchos chicos detrás de esos anteojos oscuros que le daban un aspecto gatuno a su rostro delgado y seco. Oye mamá, por qué me hablas así, ya soy toda una señorita y no es justo que me trates de esta forma, ¡no es justo! ¿Cómo te atreves de hablarle así a tu madre?, eres una perdida de porquería. Una marca rojiza se formó en el delgado rostro de Milagros, tirada a un lado de la vereda llorando impotente ante aquella señora madura que la había engendrado 23 años antes en aquella clínica limeña de Miraflores. El golpe y la ira hicieron que su subconsciente evocara imágenes ocultas. Mira Arturo, igual a mi madre, qué preciosa, ¿no? Sí amorcito, es igualita a mamá Cucha. A ver mi nietecita, uy es idéntica a mí. La pequeña Milagros observaba borrosos los rostros deformes de sus parientes… hasta que reaccionó. Tu nunca me has querido, siempre me maltratas ¿no es bueno que haya ingresado a esta universidad?, ¿no estás satisfecha?... ¡qué quieres, ya no te aguanto! Ambas se miraron fijamente. Eran dos fuerzas opuestas tratando de imponerse. La señora Soria nunca había hecho una vida hogareña con su hija, siempre estaba en el colegio dictando clases, en las reuniones con sus ex colegas de la universidad Católica o en alguna reunión familiar, pero nunca con su hija. Milagros, de niña, siempre estuvo con su abuela. La quería más que a su madre, inclusive.
¡Vete! No quiero que me acompañes más. Sola haré mis cosas. Busca a ese señor que dices que es mi padre, ni siquiera te respeta. Cuida tu matrimonio. ¡Cállate ramera! Un golpe la hizo rodar por el amarillento jardín cerca de la facultad. Sucia, con los cabellos revoloteados, observó a su madre retirarse por la avenida Universitaria. La imagen difusa de su madre la hizo verse al igual que ella: vieja, acabada y amargada. Yo no quiero ser como ella, ¡no! Hey flaca, qué sucede. Un tipo melenudo, vestido de negro le extendió la mano para levantarla. Nada, sólo me he caído, pero estoy bien. ¿Tú estudias acá? ¡Claro!, soy cachimbo de Comunicaciones, ¿y tú, flaca, de dónde? Comunicaciones. ¡Qué bacán! Ambos caminaron hacia la Facultad de Letras. Intercambiaron sus primeros pareceres sobre la carrera, sobres sus vidas en la pre. Había algo en común: vestían ropa oscura, parecían metaleros o subtes. Bien amiguito me voy, chau. Oye, ¿te puedo acompañar? No es necesario. Oye… bueno, allá tú, como quieras. ¿Nelson, no? Bien, Chau. Esa mañana Milagros caminó retraída por la avenida Universitaria, pensando en aquel chico que encontró a su paso; cavilaba en torno a la situación bochornosa que ocasionó su madre en la entrada de la universidad y le martirizaba la idea de ir a casa y confrontarse con ella, tan odiosa. Subió al primer micro que apareció, rumbo al centro de Lima en busca de un refugio. Llegó con desgano, mirada perdida. Un vendedor de fotografías de mujeres desnudas la persiguió dos cuadras hasta que se fatigó de hablarle. Nada la inmutaba, sólo ansiaba encontrar a Fernando, el único que la comprendía. Se habían conocido en el colegio Pestalozzi en cuarto año, cuando Milagros ingresó a su nuevo colegio. No era muy popular. Era detestada por las chicas porque no era como ella: era inteligente, creativa; analizaba todo a su alrededor antes de actuar y
el único que la comprendía y pensaba igual que ella era Fernando. El tiempo hizo que ese encanto desapareciera. No, ya se retiró. Estuvo por acá pero se fue, quizás esté en la calle Ocho. ¿Vamos? Creo que están todos allí. Transitó por la avenida Wilson, sin rumbo definido, hasta llegar a la avenida Arequipa. Sollozaba en silencio porque se sentía maldita, sucia. Contempló su vestimenta: asquerosa por el polvo de la mañana, por el sudor de la caminata y por las miradas morbosas de los hombres. Sin darse cuenta, había llegado hasta Miraflores y allí en medio de los acantilados, observando al mar y el vaivén de las olas que se confundían con los latidos de su corazón y destrozaba su canijo cerebro atormentado. ¡Este es el momento, aquí se acaba todo pues ellos no son dignos de mi presencia, no lo merecen! Dime, mar, por qué me tratan así. Yo nací para luchar por mis creencias y no para que la sociedad me imponga las comunes, las que creen que son correctas, por qué. Dime, Dios, tú que creíste que este mundo sería diferente y mira la porquería de familia que tengo. Mi entorno es mundano, la gente no cree en lo que piensa, todos son unos huecos que siguen los que otros indican sin examinar el porqué de las cosas; por qué este mundo es así, creo que ni tú lo sabes, yo menos. Mar, que hermoso estás, tú si eres libre, vas donde te da la gana sin que nadie te imponga parámetros pero no eres feliz porque nosotros te matamos lentamente. Milagros, regresó la mirada suavemente hacia un jardín cerca al acantilado. Observó las flores amarillas. Cogió una y pensó en lo que sucedía en su entorno, y escuchó una voz melodiosa; no sabía de dónde provenía pero al final le salvo el dolor físico pero fue comienzo del infierno espiritual. Sacudió el polvo de su pantalón negro y rápidamente caminó por aquella estrecha calle, cerca al acantilado, llena de árboles semisecos, y las hojas de los álamos rozaron su pálido rostro de niña mujer que no creía en el mundo común… sólo el de ella. |