La afirmación de Stephen Hawking, en el sentido de que el universo es consecuencia de un fenómeno ineludible y que nada tuvo que ver Dios en todo esto, ha provocado una serie de situaciones y reacciones automáticas. En primer lugar, la iglesia salió a defender lo suyo, puesto que, de un golpe certero, su dios, ha quedado tambaleando y con ello, el peligro de un nuevo cisma se cierne como un negro e interminable nubarrón. Hasta los agnósticos y ateos, primos hermanos en su escepticismo, deben haberse sentido un poco huérfanos y vanos, sin ese impulso poderoso que, desde siempre, ha determinado sus pasos.
Pero, es preciso dejar claro que cuando se habla del Big Bang, en ningún momento se invoca a Dios, ya que es el estallido primigenio que luego creará galaxias, planetas y mil y una teorías. Es como si la ciencia corriera a la par con la religión, sólo que buscando certezas y rebautizando supersticiones. El devenir de la humanidad avanza hacia terrenos insospechados y la iglesia va asimilando los cambios, adecuando su discurso en tanto no sea avasallada la imagen de su ícono pluscuamperfecto.
¿Existe Dios? ¿O sólo es una invención más de las tantas que ha creado el hombre para darle sentido a su existencia? ¿Existe Stephen Hawking o es sólo una marioneta cerebral creada por un ser superior para reírse un poco de esta humanidad tan orgullosamente descreída? ¿Existimos nosotros o somos nada más que los átomos de un cuerpo sideral que se mueve en forma silente y misteriosa? Sea lo que sea, “quiera Dios” que sea algo que apacigüe nuestro espíritu y nos conduzca por sendas seguras, que nada intranquiliza más al hombre que la destrucción de sus más preciados mitos...
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