Una vez más, ha llegado carta.
Entre nosotros, los que hemos quedado a través de los años, decir carta es decir algo más que eso. Natasha, Moderana, su ahijada Misia y yo. Otra gente lo sabía, como la mamá grande y otros familiares. Pero han muerto.
Ahora, que tanto tiempo ha pasado desde aquella, nuestra juventud desaparecida, no deja de sorprenderme, como a todos, que haya llegado, una vez más, una carta. Cuando nosotros mismos ya lo habíamos olvidado. Después de tanto, tantísimo.
Las cartas, hablando siempre de lo mismo. Escritas cada vez por una mano distinta. Nunca Felipe. Porque fuimos aprendiendo que era el mismo Felipe el que estaba detrás de todo, hace ya tanto. De alguna manera, tácitamente, fuimos cada vez, esperando que se tratara de la última. Moderana recibió la primera, pensando que era la única, la fatal, la terrible carta que anunciaba su muerte. Felipe se había ido unos meses al campo, a descansar, escribir una novela, cazar. Irían dos meses de silencio cuando llegó a la casa de la mamá grande una carta donde decía que un vaqueano de la zona lo había encontrado muerto, tendido en el suelo, una tarde. Un ataque, pensaron todos de inmediato.
El día de la noticia, fue un revuelo. De pronto, la realidad le imponía a todos que debían aceptar la irrevocable inexistencia de Felipe. Las mujeres, pude comprobarlo por primera vez, lloraron más que nadie. Sin parar, lloraron. Su novia de entonces, desconsoladamente. Su madre no podía con ella. La mía, aprovechó para instruirme sobre la muerte. No recuerdo sus palabras con exactitud. Sólo que dijo que a todos nos iba a pasar, y que allí depositó su esperanza de que yo no temiera, de que me entregara a la vida. Lo común no debiera, acaso, dolernos. Y la idea que yo sentí aquella vez, si es que una idea se puede sentir y yo creo que sí, era la de que Felipe había incurrido en algo extraordinario, para mi mente de entonces maravilloso. Así viví yo aquello. Como algo maravilloso.
De la carta que había llegado con la noticia inaceptable de la desaparición de Felipe, nos fueron separando las horas. Al otro día, la mayoría de sus amigos más queridos, sus conocidos, compañeros de trabajo y allegados, se condolían ante la terrible noticia: murió Felipe.
Tres días después, Felipe apareció lo más bien. Vivo, de pie. Dispuesto a volver a ocuparse de sus cosas. Pidió disculpas por fingir su muerte y haberle causado a todos un profundo dolor. Según dijo, necesitaba de un modo incontrolable, como una obsesión, saber qué sucedería, entre nosotros, después de su muerte. Quería saber si las personas que lo rodeaban lo querían en verdad, dijo.
Moderana desde entonces, pobre ella, que tan enamorada había estado de su primo, dejó de quererlo con tanto desafuero.
-¡Sos un hijo de puta! –le gritó. Antes, ni bien lo vio aparecer, lo había abrazado, llorando.
Cuando la segunda carta llegó, cuidadosamente lo hizo seis años después. Aquella primera dejó de ser la única y la segunda planteaba otra posibilidad de que Felipe hubiera muerto. Una posibilidad que, seis años después, podía volver a ser cierta. Fue, en efecto, otro cimbronazo.
Él ya era ingeniero y estaba casado. Tenía alrededor de treinta años.
Le iba bien en lo que hacía. Daba clases en la facultad por gusto.
Tenían con Elís, su esposa, una hija de nueve meses: Misia.
Felipe había estado en tratamiento dos veces en esos seis años. Medicado. Era una persona normal. Buen marido, buen padre, buen compañero. Claro, nadie había olvidado realmente la vez en la que fingió morir, e incluso algunos había que pese a seguirlo teniendo entre sus amigos, no lo perdonaban. Por eso, cuando la segunda carta llegó, nadie hubiera imaginado que se trataba de una broma de semejante mal gusto otra vez.
Había sido en Brasil. Felipe estaba en San Pablo.
Disertaba en un congreso de ingenieros.
El sobre y el papel llevaban el membrete de una sociedad paulista de ingeniería. Eso, y estar escrita a máquina, le daban una seriedad que reforzó todavía más la idea de que esta vez, sin bromas de humor negro, lo peor había pasado.
¡Irónico! Felipe había fingido su propia muerte seis años antes, sólo por saber cómo irían a reaccionar sus amigos, su familia. Para ver las lágrimas derramadas por él. Ahora, en verdad muerto, dejaba a una joven esposa y a su hija recién nacida sin nada.
Había chocado en una ruta, saliendo de la ciudad en su día libre. Un choque trágico.
La misma carta decía que el cuerpo iría a ser traído en el transcurso de 72 horas.
Desconsolada, sacando cuenta de los días con la fecha de despacho de la carta, Moderana habló:
-Lo traen mañana.
Esta vez, cuando al otro día lo vimos aparecer de nuevo, Natasha lo escupió en el rostro y también lo llamó hijo de puta. Pero no lo hizo mordiéndose su rabia de amor, como seis años antes Moderana. En el insulto de Natasha había decepción.
Elís lo odió profundamente, y entristeció. Como un acto mecánico, comenzó con el tiempo a acostarse con otros hombres.
Felipe dijo que la carta había sido un malentendido, que el muerto y él se llamaban igual. Un insalvable error hizo que la sociedad de ingenieros se precipitara. Menos mal que el verdadero muerto había llegado correctamente a destino, y no a la casa.
Fueron muchos los amigos que se alejaron. Los compañeros de trabajo, que no lo conocían tanto y nada le debían, comenzaron a evitarlo lo más posible. Era, sin lugar a dudas, un mal nacido. En el mejor de los casos un enfermo. Cosechaba intrigas, habladurías. Nadie quería ser ya sincero con él.
Ocho años después, cuando su grupo de amigos era otro y tenía su propio estudio, ocurrió un episodio que favoreció, una vez más, que creyéramos en la desaparición definitiva de Felipe. Y fue la televisión esta vez, no una carta, la que nos trasmitió la noticia. Seis días estuvo sepultado bajo los escombros del consulado, la vez del atentado.
Felipe y Elís habían ido a completar unos trámites. Planeaban hacer juntos un viaje al pueblo natal de los padres de ella. Natasha les cuidó a la niña aquel día.
De repente, mientras hablaban de cualquier cosa frente a un correctísimo secretario, todo voló por el aire con un ruido sordo. Hasta el propio Felipe contó que se sintió arrancado de sí antes de desmayarse.
Cuando las ambulancias y los bomberos llegaron, todo era una gran masa de escombros. Todo era desconcierto, llanto. Así lo vimos por televisión. Y salimos en una carrera desesperada.
Alrededor del consulado, había una valla que impedía que tantos como nosotros, familiares y amigos, pudieran pasar.
Moderana guardó silencio. Se mordía los labios mientras lloraba. Esta vez, sentía en su pecho, era en serio. Felipe, su amor eterno desde aquel verano de la niñez, estaba de veras muerto.
-Se lo merece por mentiroso –dijo secamente Natasha cuando volvimos esa noche.
Seguíamos aquello por televisión. De a ratos alguien tomaba el auto y se iba un rato al perímetro del consulado. Entre los familiares de las víctimas habían armado un santuario con velas. Había café, galletitas, espera. No había nadie que no anduviera por ahí, prometiéndole cosas al aire.
Pese a que estaban juntos, a Elís la sacaron antes, al tercer día. Ella, que siempre decía la verdad, sí estaba muerta.
Pensamos con igual suerte a Felipe.
Como Lázaro de entre los muertos, nuestro Felipe apareció una vez más. La experiencia traumática le dejaría, para siempre, una pierna lisiada.
El monstruo dentro suyo se animó aún a bromear: -Esta vez no me van a acusar de haberlo preparado yo, ¿no?
La única carta fue del gobierno. Le aseguraban que llegarían al fondo de lo sucedido. Le hablaban de justicia. De verdad. Pedían perdón por la vida de Elís.
Si no pasaba lo de la bomba en el consulado, donde de haber sido vos hubieras matado a setenta y nueve personas con tal de fingir tu propia muerte una vez más, una vez que nuevamente pareciera real, alguna otra cosa se te hubiera ocurrido. Total, Felipe, a vos te daba lo mismo. También a nosotros empezó a darnos lo mismo. También teníamos que cuidarnos, ¿no? Quedaba claro, de un modo definitivo esta vez, sobre todo por tu hija, Felipe, por Misia. ¡Quedaba claro que aquí no moría más nadie hasta su puta hora carajo!
Tal vez por eso desapareciste treinta y cinco años…
Treinta y cinco años en los cuales no hubo una sola carta que dijera que estabas muerto. Una sola línea.
Muerto. Esta vez sí. Muerto en serio.
¿Qué otra cosa se puede esperar de treinta y cinco años en los cuales tu ego insostenible no te había empujado a evidenciarte como tantas otras veces? Tu necesidad de siempre volver vivo. Treinta y cinco años son muchos años para seguir esperándote. Para, por fin, creerte. Por eso, cuando Moderana me llamó hoy y me contó, no podía creerlo. Porque, te juro, hace ya mucho que me había olvidado de tu nombre, de aquellos años.
Cuando llegué, Misia lloraba en la sala. Estaba sin consuelo. No podía creer que, si esto era cierto, la hubieras privado así de su padre. Sabiéndola huérfana de madre, hijo de puta.
Moderana la leyó primero. Llamó a Natasha. Natasha me avisó.
Acabo de leer.
[…] siendo de tal suerte que he podido averiguar la dirección que ocupa Moderana, de la que supe se ha hecho cargo de Misia, a Dios gracias, y por eso les pido tengan a bien recibirme en una cena familiar mañana por la noche, donde podré explicarles cómo es que se me ocurrió la ausencia tan extensa de la que ustedes, como yo, han sido también víctimas […] pero sepan que en la larga travesía de estos años, amargos por cierto, no he dejado de pensar en la expresión de sus rostros cuando me vean entrar, ya más viejo, con el pelo gris, pero vivo. ¡Qué alegría no entraría en sus corazones al comprobarme vivo! …
-¿Qué va a decirnos? –me preguntó Moderana ni bien la dejé sobre la mesa.
Y yo me pregunto lo mismo, Felipe. ¿Qué vas a decirnos? ¿Qué le vas a decir a tu hija? ¿Para qué regresar? No me explico tu insistencia.
Pasa así la tarde. Se va con colores hermosos. Con un naranja final, encendido. Pero no puedo disfrutarlo, por tu culpa. En vos se me van los pensamientos. La rabia al ver que las mujeres lloran, incluida la pequeña Azul, la hija de Misia, tu nieta, que al ver a su madre llorando no dejó de llorar a la par.
Pasa así la tarde, y en estas cosas pienso cuando es precisamente la niña la que viene corriendo y nos avisa que afuera hay un taxi con un señor mayor de bastón que necesita bajar unas valijas.
-¡No lo dejes entrar! –grita Natasha mientras sale disparada hacia la puerta-. ¡No dejes entrar al monstruo!
Moderana apaga las luces.
Misia, mordiéndose, cierra las cortinas y se abraza con la niña.
Todo queda a oscuras, en silencio, tenso.
Afuera, el taxi aún espera que alguien salga y le de al viejo rengo una mano, que solo no puede.
Acá estamos nosotros, adentro.
Sin que nadie dijera nada, estuvimos de acuerdo en que no queremos ver las líneas de tu rostro. La cifra de todo este tiempo, Felipe. Tu imposible vejez. No queremos ver a un muerto.
Y así, a oscuras y en silencio, si aguantamos lo suficiente, tal vez nos despertemos de un mal sueño del que ya no vuelvas a nosotros.
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