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Los ojos de Mr. Pitillo parecieron escaparse de sus órbitas cuando al abrir varios libros, se percató que todas sus páginas estaban en blanco. Él era el bibliotecario de esa pequeña ínsula cultural que se levantaba en Sinamar y como era un hombre asaz educado, sólo atinó a murmurar: ¡Zambomba!

Pronto supo que en todas las bibliotecas del mundo estaba sucediendo lo mismo, ya que un extraño virus se había infiltrado en cuanto impreso existía, haciendo desaparecer todo vestigio de tinta y, de paso, borrando de una plumada, siglos y siglos de quehacer cultural. La situación se tornó crítica, por lo que todos los gobiernos del planeta se apresuraron a buscar alguna solución desesperada para este espinudo problema.

Por lo tanto, todas las bibliotecas existentes en el orbe se convocaron de inmediato para dictar medidas de emergencia. Mr. Pitillo, con sus auriculares embutidos en las orejas, escuchaba con suma atención la voz que traducía de lo que los demás discurseaban, hasta que, sorteando de un salto todas las fórmulas diplomáticas, gritó: ¡Cáspita! ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡La solución son los infantes!

Los demás asistentes, se miraron entre ellos y alzaron sus hombros en señal de no entender nada.
-What do you say?-le preguntó un señor calvo que representaba a la República de U.S.A.
-¡Eureka!- gritaba entusiasmado Mr. Pitillo, -debemos apresurarnos en esta medida, ya que el virus se extiende con velocidad acelerada.

El asunto era el siguiente: los niños, todos esos traviesos enanitos que pueblan los cuatro puntos cardinales, deberían ser empleados para leer un libro cada uno, de tal forma de memorizar fielmente el texto, transformándose en bibliotecas humanas y material de consulta obligado. No sería nada problemático, ya que la mente de los menores es una pizarra en blanco, ávida de recibir contenidos.

La enorme sala se alborotó y surgieron gritos de entusiasmo. Era la mejor solución y había que ponerla en práctica de inmediato, ya que nadie sabía cuanto más se podría encontrar libros que estuvieran dispuestos para ser leídos.

Por supuesto, ningún niño fue a clases y cada uno, con un libro delante de sus ojos, debía leer y aprehender lo más rápido posible, ya que pronto, lo que sostenía en sus manitas se transformaría en un cuaderno de croquis. Se dio el caso de que muchos infantes iban leyendo y asimilando su contenido mientras las frases recién leídas, se iban esfumando, tal si una mano diabólica fuese borrando con furia su valioso contenido.

Cuando ya no quedó ni un modesto mamotreto que leer, fuesen estos obras literarias, sesudos ensayos y libros de matemáticas y otras ciencias no menos complicadas, un ejército multinacional de chicos portaba en su mente las obras más prodigiosas de la literatura y lo más valioso del acervo intelectual de la humanidad.

Por lo tanto, todos olvidaron sus verdaderos nombres, reemplazándolos por los títulos de los volúmenes memorizados. De este modo, Paulito pasó a llamarse El Quijote, Mayerling se denominó La Buena Tierra, Lin Yu, un chinito pecoso, se llamó desde entonces La Iliada, un pequeño árabe se apodó Las Mil y Una Noches, otro, Matemáticas aplicadas y así por el estilo.

Por otra parte, como todos los cuadernos quedaron absolutamente en blanco, ya nadie tuvo que tomar notas y todo fue aprendido por el método oral. Total, el cerebro del hombre –y sobretodo el de un niño, es igual que un poderoso globo que mientras más se le enseña, más se expande y expande…








Texto agregado el 01-09-2010, y leído por 233 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-09-2010 Mejor no mencionemos la curva del olvido... Te felicito, imaginativo texto! achachila
 
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