LA VIEJA NOGUERA
...y el anciano, cubierto con la negra blusa sujeta a su cintura con el doble nudo de sus puntas, embutido en su corroído pantalón de pana, calzado con las abarcas lañadas, recosidas con cordoncillo de bramante e hilo de alambre, contempló el entorno y empezó a comprender que para ser feliz, sólo tenía que mirar la raíz retorcida donde estaba sentado y contemplar las largas ramas arqueadas de la vieja noguera que formaba su cielo.
Las nueces grasas de forma ovalada, la drupa arrugada semejante al cerebro del hombre, la almendra todavía verde con su mesocarpio carnoso dividido en cuatro celdillas, sus cuescos aún blandos protegidos por la verde piel que los envuelve, hacen recordar al anciano que el fruto globular no sazonado, mórbido y lechoso, no madurará hasta los próximos meses de septiembre u octubre.
El anciano, de mirada triste, vaga ensimismado en sagrado silencio.
A pesar de todo, se resiste a atisbar la penumbra que envuelve a su ser y entiende que se puede volver a edificar una nueva vida a partir del sueño de la maduración de las nueces que adornan las ramas, las verdes hojas lisas ligeramente dentadas, ovales y casi iguales, del majestuoso árbol que le da su sombra.
Toma conciencia de que los hombres son cual semilla, como el fruto de aquellas nueces que poco a poco se hinchan, que se gestan dentro de su propia cavidad o celdilla. Los seres humanos, piensa el hombre para sus adentros, son como el añoso nogal que revive cada primavera extendiendo sus arqueadas ramas, sus músculos vigorosos cubiertos de tallos verdes y frutos aceitosos.
Los largos brazos del árbol se ensanchan por encima de las zarzas de la linde, de aquel zopetero, donde antaño su abuelo lo plantó siendo casi un niño, según el mismo abuelo le contó.
Se levanta y se abraza al tronco resinoso y rugoso. Trata de abarcarlo con fuerza aun a sabiendas de que, para darle la vuelta, hacen falta los brazos de tres o cuatro hombres. Su recia piel con pliegues, su corteza reseca llena de cicatrices, se asemeja a su rostro también ajado por el tiempo y cubierto de arrugas.
Y el anciano, fundido en el abrazo, como tantas veces, recuerda al abuelo que plantó el nogal, aprieta su frente en la áspera costra rugosa y, afligido, tembloroso, llora. Llora tanto que logra que sus lágrimas se mezclen hasta fundirse con el río de savia que alimenta al gigante que abraza.
Entonces le llega la paz que tantas veces busca en sus reencuentros con el árbol centenario y vetusto. La mezcla de savia y de lágrimas le sirve de espejo y en aquel instante, nota que le llega el sosiego, que se anega su alma de paz, que ahíto su pecho de aliento, nuevamente reaviva y renace.
Una gran sonrisa surge de su ser, hasta dejar dibujarse en sus labios una forma de nuez.
Así, una vez más, el anciano alcanza entender que vivir significa soñar el pasado, aferrarse al presente con fuerza y agarrarse con pujanza a la noguera que plantó su abuelo.
Se despereza, se suelta y, con paso cansino, inicia su marcha.
Él no se extraña, ya que lo sabe de otras muchas veces. La noguera, como siempre, desde la boca u oquedad de la parte inferior corroída del tronco, le despide con voz cavernosa.
—Adiós, adiós —le dice el árbol en tono profundo—. Vuelve a por mis nueces pasados dos meses.
El anciano, apenas iniciado su paso lento y tortuoso, se vuelve, levanta la garrota que empuña su mano y con un imperceptible hilo de voz, saluda al nogal y musita:
—Hasta luego vieja noguera, adiós querido abuelo.
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