Hace muchos, muchos pero muchos años existía una niña con el cabello castaño, liso y muy largo, de unos 12 años, que se propuso un trato consigo misma: ser delgada.
Ella no era lo que se puede decir gorda, tampoco le sobraban una barbaridad de quilos, no os creáis, simplemente estaba creciendo y dejó de gustarle su cuerpo.
Pero lo que esa niña no sabía era que no era solo eso lo que tanto le molestaba, ni mucho menos, detrás de todo estaba el fondo de porqué quería ser delgada, qué quería conseguir con eso.
Y se puso manos a la obra. Ese día no comió nada. "Así, así sería fácil deshacerse de esa grasa" (innexistente), se dijo. Y a decir verdad, no le costó mucho.
Pasó un día, otro y, al tercero, se desmayó en medio de una clase. Tuvo una bajada de azúcar (es que no os he dicho que esta niña tenía diabetes) y perdió la consciencia.
Fueron pasando los días. Y como no veía muchos resultados. Las hipoglucemias la dejaban exausta y tenía que comer, o lo hacía, o la obligaban, no había escapatoria. Empezó a hacer ejercicio, tanto y tan fuerte que estaba todo el día pensando en sacar un poco de tiempo y hacer unas cuántas abdominales. Los primeros días le dolía todo el cuerpo, pero luego se acostumbró.
Y los desmayos cada vez eran más seguidos.
Un día, la niña estaba leyendo una revista y encontró un artículo que le pareció un tanto familiar. "¿Vomitar después de comer para adelgazar?, parece buena idea, porque tengo un hambre..." pensó.
Y así lo hizo...
Eran las 16.30, más o menos. Ni sus hermanas ni sus padres estaban en casa. Y tenía un hambre atroz después de una hipoglucemia y haber comido apenas un plato de arroz blanco.
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