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RANÉ, EL NIÑO INQUIETO

Rané era un niño muy inquieto, digo eso por no decir travieso. Le gustaba hacer maldades; es más, yo diría que esa era su segunda naturaleza. Si se dieran premios por meterse en problemas, Rané obtendría el primer lugar en cualquier competencia.

En la escuela, le escondía los libros a las niñas. Al jugar con los amigos, escondía la pelota. Le tiraba piedras a los animales y se escondía para gritarle malos nombres a los transeúntes que pasaban frente a su casa. Sí, Rané era todo un personaje.

Como se crió sin padre, era muy independiente. Por eso no respetaba mucho a su mamá. “Ejte muchacho es muy desinquieto”, decía su madre. El hijo mayor de ésta, el que estudiaba en la universidad, la corregía: “No se dice desinquieto mamá, se dice inquieto. Este muchacho es muy inquieto”. “Eso mijmo dije yo, que ej desinquieto”. El estudiante se daba por vencido pues no era la primera vez que intentaba corregir a su madre; las viejas costumbres son difíciles de cambiar.

Un día el perro de la familia llegó tambaleándose al patio de la casa. “Dioj mío, se va a morir”, gritó angustiada la mamá. Se acercó al animal para ver cómo podía ayudarlo, entonces se percató de un olor singular que salía de la boca del pobre can de Rané. Era olor a ron. Enseguida ella corrió al lugar donde guardaba la botella que usaba para sus remedios caseros, remedios que se tomaba los domingos por las tardes para quitarse el dolor, o tal vez para olvidarlo. Fue entonces que encontró que la botella no estaba. “¡RANÉ!”, gritó la señora, pero él no respondió. Rané desde la loma, oculto por el quenepo, se asomaba para ver su última hazaña. Sólo lo delató el no poder contener la riza que le causó ver al perro borracho. Y su madre lo corrió con una escoba en la mano, y si lograba alcanzarlo, no se sabe si tal vez este cuento fuera, pues, el deceso de Rané.

El muchacho tan inquieto no quería estar en su casa, y de noche se escapaba por la ventana de atrás. La madre en su sabiduría, como toda campesina, para convencer al niño que no saliera de noche, cuando éste regresó, le hizo un cuento misterioso, de esos de miedo y espectros, de esos que paran los pelos.

“Ejcúchame bien Rané, no te vallaj pa' la calle, porque en la noche anda porahí el caballo de trej pataj”.

Rané no tenía miedo, pues con ella razonaba, “¿Qué me puede hacer a mí un caballo de tres patas”.

“Hijo, ej que tú no entiendej, el caballo de trej pataj no es el único problema, es su jinete feroj, que ej el hombre sin cabeza”.

Rané abrió los ojos del tamaño de dos huevos, pues la imagen del jinete feroz se plasmó en su pensamiento. Enseguida él corrió, se arrodilló ante su cama. Con las manos unidas y la mirada hacia el cielo, decía de esta manera, “No permitas gran Señor, que me pueda suceder, que vea yo aparecer al jinete sin cabeza”.

Pero al día siguiente, el susto se le pasó, y el niño Rané continuó con sus andadas de siempre. Y como era sábado y no había clases, el muchacho se escapó para ir a investigar qué hay en aquel lugar que llaman la Hacienda Vieja.

“Tantas casas por aquí, aunque están muy separadas. ¿Qué maldad podré hacer acá en estos lares? Nadie sospechará, pues aquí no me conocen”. Y se pasó la mañana caminando por la Hacienda Vieja, tirando piedras a las vacas y asustando a los gatos. Como a eso de las doce, escuchó un rugido intenso, eran sus pobres tripas que le estaban avisando que hacía falta comer para seguir el camino.

A lo lejos escuchó unas cuerdas de guitarra, era una fiesta alegre, que se celebra cada año en la Hacienda Vieja. Rané no lo pensó mucho, y con gran velocidad, se dirigió al lugar donde las cuerdas sonaban. Al acercarse olió, para agrado de sus tripas, en el aire un aroma como de lechón asa'o. Y la dueña del hogar donde se daba la fiesta, le ofreció al jovencito un buen plato de alimento. El niño lo devoró sin mucha consideración por las reglas de etiqueta.

Como he dicho ya, Rané disfruta de hacer maldades. Es por eso que escondió la bebida de los grandes, pero por curioso él, se tomó algunos tragos, y el pobre quedó después cual gato destartalado. Luego un sueño profundo invadió al aventurero. Y la dueña del hogar quien notó lo que pasaba, le dijo con gran ternura, “Detrás de la casa hay una hamaca”. Rané corrió y se acostó, y aunque la música sonaba de manera escandalosa, por la juma que tenía, la que lo mareaba tanto, durmió como un bebé, y nada lo despertaba.

Mientras tanto en su casa, su madre sufría mucho, pues no sabía que hacer para encontrar al muchacho. “Ya verá, cuando llegue le voy a dar un cajtigo”.

Comenzó a oscurecer allá en la Hacienda Vieja. Y la música seguía en la casa de la fiesta. Fue entonces que Rané despertó de su gran sueño, “Vaya siesta que tomé, he descansado bastante”. Nuevamente escuchó el mensaje de sus tripas, y se puso él de pie, buscando la anfitriona. Todavía quedaba algo de la comida sabrosa, y la dueña de la casa, quien se había encariñado con el muchacho travieso, le ofreció un nuevo plato.

Después de alimentarlo, ahora por segunda vez, la dueña se le acercó, le dijo con mucho tacto, “Tu mamá te está esperando. Es hora de ir a tu casa”. Mientras tanto ella pensaba que el chico era hijo de alguno de los vecinos de allá, de la Hacienda Vieja. Por eso no lo despertó cuando dormía en la hamaca, pues no sabía que él es del barrio de Colinas.

Rané se quería ir, pero sentía mucho miedo, pues la noche había llegado a lo que es la Hacienda Vieja. “Esperaré a que alguien salga rumbo a mi barrio, así estaré acompañado porque no quiero ir solo por el camino a Colinas”. En eso Rané notó, aunque estaba muy oscuro, a un hombre alto que venía por el camino. Pensó, “Si ese señor no se detiene aquí, lo sigo, pues me parece que va en dirección a Colinas”.

Y así mismo sucedió. El hombre siguió de largo, y el niño corrió a alcanzarlo para caminar junto a él, pues pensaba para sí, “Este es mi protector, en un ángel que el Señor ha enviado a escoltarme”. A lo lejos los fiesteros le decían adiós al niño, aunque él no lo notaba, pues estaba preocupado porque ya era muy tarde, y sólo podía pensar en lo que diría su madre cuando lo viera llegar.

No habló ni una palabra durante todo el trayecto, pero se sentía seguro porque iba acompañado de la figura imponente que caminaba a su lado. Por eso fue que el muchacho no se pudo percatar que aquella noche no era como todas las demás. Permítame describirle lo que estaba sucediendo. Era una noche oscura, de esas noches sin luna. Y en el camino sin faroles, aunque parezca extraño, solamente se escuchaba el ruido de las pisadas sobre las piedras. Ni los perros, ni los grillos, ni animales nocturnos parecían estar despiertos durante la caminata. Pero Rané no prestó atención a ese asunto, pues se preocupaba mucho por lo que diría su madre, y estaba muy pendiente a las piedras del camino porque estaba tropezando y tenía zapatos nuevos.

Ya se estaban acercando a Colinas. Después de la curva, al bajar la cuesta, se encontraba la vivienda de la madre de Rané. Al llegar, Rané notó algo extraño, pues allí frente a su casa, aunque usted no me lo crea, se encontraba amarrado un caballo de tres patas. Rané sintió mucho miedo, por no llamarlo terror, pues él pudo comprender que el caballo ante sus ojos no podía ser otro sino el caballo del cuento, el que su madre le dijo para su educación.

Me imagino que no tengo que explicarle cómo el niño se sintió. Los cabellos de Rané se levantaron toditos, como si hubiese tocado un cable de alta tensión. La carne se le puso de gallina; sus rodillas parecían de gelatina. Y si puede recordar lo que pasó la otra vez cuando sus ojos se abrieron del tamaño de dos huevos, ahora estaban abiertos, pero se veían más grandes, pues parecían huevos pero de avestruz. A pesar de todo esto, y al cabo de unos segundos, Rané se sintió tranquilo porque iba acompañado. Estaba seguro que su amigo, el que lo cuidó en el camino, también lo protegería del caballo de tres patas.

Así que Rané respiró profundamente para recuperar su compostura. Se arregló los pantalones como todo un jaquetón. Levantó su pecho como un guapo de barrio, de esos que son valientes cuando están acompañados. Se dispuso a preguntarle al que fue su acompañante que lo cuidara también del caballo de tres patas. Fue entonces cuando vio al hombre desamarrar la soga de aquel caballo y montarse sobre él. Rané apretó sus piernas para que ya no temblaran; fue entonces que sintió que mojó sus pantalones. Y al levantar su mirada como para implorar, esperando equivocarse de aquel presentimiento, pudo ver que era cierto lo que había sospechado, pues frente a Rané estaba el jinete sin cabeza.

© 2010
por
Jor-El Irizarry Torres

Texto agregado el 30-08-2010, y leído por 748 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-10-2010 Excelente cuento que me puso la carne de gallina y el pelo como el del niño Rané..Felicitaciones Mis +++++raudas al viento para ti Saludos Gema01 Gema01
22-09-2010 Amigo: me ha sorprendido, de verás. Un final sorprendente. Felicitaciones!!! azucenami
 
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