La cura contra el SIDA (o la Mosca II)
Por Armando Córdova Olivieri
Era una calurosa tarde de verano. Virgilio yacía nauseabundo en el chinchorro que colgaba en la sala de su casa. Todo estaba revuelto. Gran cantidad de platos sucios se amontonaban en una enorme torre en el fregadero. La ropa sucia rebasaba la cesta que tenia en su cuarto y ya había comenzado a reciclarla poniéndose de nuevo lo menos sucio...
Había bebido durante la noche anterior hasta el amanecer. La resaca era insoportable y para colmo, una mosca le revoleteaba alrededor hasta posarse sobre sus labios despertándolo electrizado...
Ya habían transcurrido ocho meses desde que Virgilio había recibido la noticia de ser portador del virus del SIDA. Su vida cambió para siempre y ahora comenzaba a sentir el cansancio de su carrera de fuga contra la enfermedad, evadiendo la realidad misma en espera de un milagro que lo salvara; de una esperanza que le diera nuevamente brillo a su vida. Estaba desahuciado. Ya nada tenía importancia para él.
Había dormido durante toda la mañana hasta entrada la media tarde. Cuando la mosca lo despertó estaba sediento muy sediento por las copas de la noche anterior. Se levantó para tomar agua percatándose que no tenía agua filtrada en la nevera. Pensó que tomar agua directamente del chorro podía resultarle peligroso en su condición de enfermo de SIDA, sobretodo, después de haberse enterado de la alarma emitida por las autoridades municipales sobre una supuesta epidemia de hepatitis. De modo que decidió aguantar su sed y esperar hasta que el lento gotear del filtro de piedra llenara una cantidad suficiente de agua como para colmar su sed. Regresó al chinchorro y se tendió nuevamente. Al cabo de unos segundos, cerró los ojos para ver si podía dormir un poco más, al menos hasta que pudiera tomar suficiente agua.
De repente, allí estaba de nuevo la mosca fastidiándolo, revoloteándole alrededor de la cabeza, rozándole las orejas y mejillas. Se levantó de un brinco decidido a montarle una caza mortal. La mosca trasladó su espacio aéreo hacia las esquinas superiores de la habitación para dificultar la tarea de su encarnizado enemigo. Virgilio tomó el paño de la cocina y lo estiró como un látigo. Intento derribar la mosca con el paño pero esta volaba esquivando los ataques con maestría y precisión. Pasaron unos minutos hasta que Virgilio sin saber si le había atinado, dejó de ver a la mosca. Se acostó de nuevo y se durmió. Al despertar eran las cuatro y media de la tarde. El sol se introducía intrépido por entre las rendijas de la persiana, dándole de lleno en la cara. Recordó el agua que tenía llenándose en el filtro de piedra y se levantó.
Al llegar a la cocina vio que el agua rebosaba la jarra. Se dirigió al fregadero y levantó la jarra para servirse un vaso. Ya no aguantaba más la sed. Tenía los labios resecos y la lengua seca estaba pegada al paladar. Pero..., cual pudo ser su sorpresa cuando se dio cuenta de que en el fondo de la jarra llena de agua, yacía ahogada la maldita mosca.
Decidió hacer caso omiso a tan repugnante escena y, con una cuchara, la sacó no sin dificultad, del fondo de la jarra para beber finalmente el agua que tanto deseaba. No le importó que el animal más inmundo y cochino del planeta había contaminado la pureza, al menos visual, del agua que bebió. Bebió el agua, sin importarle tampoco, que al tratar de sacar la mosca del agua con la cuchara, esta impregnó con su sucio cuerpo peludo el agua de la jarra con las cochinadas que se adhirieron al cuerpo durante los revoloteos de su efímera existencia.
No obstante, para el bien de Virgilio y en total desconocimiento de él, a partir de ese momento todo iba a cambiar: La mosca había dotado al agua de Virgilio con la combinación y dosis homeopática exacta de los elementos necesarios para revertir la enfermedad del SIDA. Todos pensaron en un milagro y la humanidad jamás supo como curar el SIDA.
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