Por enésima vez, Grace le preguntó a su esposo, Brandon, si la quería. Él, con gesto cansino, movió afirmativamente su cabeza. En efecto, la quería, pero no podía lidiar con la inseguridad de su mujer.
Ella, no del todo convencida, le preguntó con voz trémula:
-Si estuviéramos tu madre y yo pendiendo de un precipicio, ¿a cual de las dos salvarías?
El hombre dejó de leer la prensa vespertina y mirándola con mansedumbre, le respondió de tal forma que la incógnita continuó persistiendo en la mente de la atormentada mujer:
-¿A quien cree usted que salvaría pues mi amor?
Así, se sucedieron los meses y los años. La mujer insistía en esas preguntas acuciantes, pese a que Brandon no le daba motivos para imaginar ni la más remota posibilidad de alguna infidelidad. Y de nuevo con los dilemas y los precipicios y todo aquello que terminaba por inquietar al pobre hombre.
Hasta que, ya hastiado de tanta majadería, tomó a su mujer de un brazo y la subió a su automóvil. Luego, se dirigió a la casa de su madre y del mismo modo, la invitó a subir, aduciendo que las conduciría a ambas a un lugar fascinante.
La carretera se extendía como una enorme sierpe plateada y ambas mujeres se miraban entre ellas con la misma inquietud calcada en sus rostros.
Al cabo, el vehículo se detuvo al pie de un desfiladero y Brandon invito a su esposa y a su madre a que descendieran del coche. El espectáculo era de una belleza indescriptible, tanto más cuando adicionaba el espanto de esas laderas cortadas a pique. El hombre abrazó a las dos mujeres y se colocó al borde del precipicio y contempló el abismo. Luego, impulsó con el pie un guijarro, el que se perdió en las profundidades. Su madre, sonrió complacida ante tan magnánimo espectáculo y mirando a su hijo, le agradeció por invitarla. Grace, intranquila- y en el fondo, profundamente aterrada- retrocedió un par de pasos.
Desde entonces, Grace sólo se dedicó a amar al bueno de Brandon. Aunque, algunas noches despertaba imaginándose ser un simple guijarro…
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