1. EL DESCUBRIMIENTO
“¿M acmpañs al clb? Tngo 1 prtido imprtant ”
¿Te das cuenta? Me pide que vaya con ella; mejor dicho con ELLA. Yo con ELLA. Yo y ELLA entrando en el Club. ¿Te figurás la cara de los pibes? Yo llevándole el bolso, las raquetas, hasta la esperanza de ganar el torneo le llevo si me lo pide.
¡Pero qué hago! Cómo puedo perder el tiempo tan lastimosamente. A ver si se arrepiente y, entre tanto, el cheto de Gustavo la llama y me deja en la estacada.
“No s. Vy a vr si trmino l trbajo d Geo xa l luns. Dspus t cnfirmo.”
¿Qué tal? Media vez que se digna fijarse en mí, no voy a salir disparado a cuadrarme como colimba. Mi tío siempre dice que con las pibas hay que fijarse una estrategia clara, no perder los nervios, hacerse el longi hasta el último momento, ocultar todo interés, dejarse perseguir exactamente lo justo, sin pasarse de la raya.
Pero la raya, esa dichosa raya, ¿dónde está? Mi tío nunca me aclaró quién la traza ni a qué distancia. ¿Y si ya me estoy pasando y el piola de Gustavo se colocó entre ELLA y la raya y yo?
“ Q kbza la mía, hbía olvdado q s trbjo lo trmin la smana psada. Mñna a ls 9 t pso a buskr. Grcias x invitrm .”
Ya se, no me digás nada. De una cosa estoy seguro, la línea no la pasé. Y eso de darle las gracias no es más que una muestra de corrección, lo cortés no quita lo educado. ¡Alto! ELLA contesta el mensaje ¿oís la musiquita? la programé especialmente para su celular.
“OK”
¿Qué te dije? mi tío es un genio y yo su mejor discípulo.
ELLA ha respondido de inmediato. Esos deditos maravillosos han escrito OK ¿viste? con la misma gracia y seguridad con que agarra la raqueta y revienta a pelotazos a todas esas paquetes que se animan a ponerse al otro lado de la red.
.....
Son las ocho y media. Anoche no he pegado un ojo y no es que estuviera nervioso. No se, quizá no tengo confianza en la puntualidad del despertador, eso me ocurre bastante a menudo, por ejemplo cuando vamos a salir de viaje. No vayas a creer que pierdo el sueño por ELLA o sí. Ahora el asunto es prepararse psicológicamente para el momento en que ELLA se acerque, me mire con esos ojos, diga hola con esa sonrisa y me de ese beso en la mejilla que no merezco.
Lo bueno es que con lo que ahorré la semana pasada y los verdes que mi tío me tiró ayer, voy a tomar un taxi. Mis viejos no me dejan, pero ya voy para los quince y...
¡TAXI!
“... primero paramos en Las Heras al 500 y luego seguimos hasta el Tenis Club en Palermo.”
“Sprm n la vrda ygo n 5 mnts.”
“OK”
“Ahí está, pare Don”
Y sus ojos me ven, su sonrisa se despliega con alas de ángel, yo abro la puerta, le ayudo a acomodar el bolso, recibo las raquetas, ELLA se sienta y... ¿qué te había dicho? Bueno, otra vez será; pero me regaló un apretoncito en la mano con una suavidad increíble.
Y allá vamos, ELLA y yo en coche al Torneo de Tenis.
Nunca he sido muy observador, si me preguntan la apariencia del taxista no sabría describirlo, rubio o morocho, mayor o más viejo; lo mismo si el taxi está sucio o bien cuidado. Sin embargo ELLA se fija en todo, hasta el más mínimo detalle, no se le pasa nada por alto. Quizá esa sea la razón de cómo pudo reparar en mí, aunque sólo sea para acompañarla al Torneo.
A lo que voy. Va ELLA y le pregunta al taxista qué Virgen es la que aparece en la estampita esa, pegada sobre la tapa de la guantera.
“Sí, la que está tirada en el suelo, dándole el pecho al niño.”
“No, no es ninguna Virgen, se trata de la Difunta, la Difunta Correa, nomás.”
¿Vos sabés algo de la Difunta? Yo no tengo ni idea, es la primera vez que veo ese cuadrito. Parece una pintura medio antigua o hecha por algún amateur. En la parte central hay una mujer, se la ve joven, con su bebé. Debe estar muerta, por algo le llaman la Difunta; el niño está vivito y mamando. Todo, en un paraje desértico, hay un arbolito espinudo con una sombra mezquina y pará de contar. La Difunta y su hijo están bien vestidos para lo que sería la época; no se aprecian signos de violencia, ni desgarros en la pollera, ni nada. Da la impresión de haber muerto recién, eso se ve claramente. Lo intrigante es todo lo demás, lo que no aparece en el cuadro. ¿Quién era esa buena señora, qué andaba haciendo por esos andurriales, de que lugar estamos hablando, cuándo, cómo y por qué murió. Y el hijo. Y adónde iba. Y quienes la encontraron. Y cómo vino a parar a esa estampita pegada a la gaveta del taxi? ¿Y....
El descubrimiento de la Difunta me ha aliviado, por un momento, el sueño que cargo por lo que ya te dije. La veo a ELLA de perfil y no puedo asegurar estar despierto, el sol que penetra por el cristal de la ventanilla rebota en el azabache de su melena y me impacta directamente en el subconsciente. ¿Qué puede importarle a uno la Difunta esa, cuando te encontrás , en vivo y en directo, junto a la Virgen María?
2. CAMINO DEL PASADO
ELLA siempre se me adelanta.
“Dígame, señor, si no se trata de una Virgen será una Santa o algo por el estilo. A no ser que sea parienta suya, usted perdone, pero no entiendo el motivo para tener el retrato aquí en su taxi.”
Y yo ni lerdo ni perezoso.
“¿No me diga que es la madre de Ceferino Namuncurá?”
Tengo bastante visto a ese Santo, aunque creo que la santidad no le viene de ninguna desgracia personal, más allá de que muriera como a mi edad luego de visitar al Papa en Roma.
Desgracias familiares si tuvo, el pobre. El profe de Historia nos contó que tras la batalla de San Carlos, en que los indios pelearon en uno y otro bando, murió su abuelo que era más famoso que Menem . Después a su padre y todos sus familiares los llevaron presos a la isla de Martín García. Parece que allí se murieron de tristeza, como las calandrias cuando las enjaulan.
Imagínense aquella gente crecida a pura libertad, galopeadora de pampas a los cuatro puntos cardinales, arrieros de ganados crecidos porque sí para poner a prueba el coraje y la codicia de los blancos, reducidos al límite preciso de apenas un islote y condenados a sólo ver pasar el agua terrosa y cansina del Río de La Plata.
Qué le pasaría por la cabeza al cacique Namuncurá, Coronel del Ejército Argentino, que envió a su Ceferino a la ciudad para que lo “educaran”, viéndose sometido a prisión con sus allegados, hombres, mujeres y niños, y sus indiadas repartidas como siervos entre las estancias. Difícil que pensara en la justicia cuando se les negó el mínimo derecho al pataleo.
El profe no supo decirnos si Ceferino viajó a Roma para pedir al Papa que intercediera por la libertad de los suyos.
Miren por dónde uno se viene a dar cuenta que vivimos rodeados de misterios. Y lo peor es que hacemos muy poco por encontrar las verdades.
“No - contestó el taxista -. La Difunta no es parienta del Ceferino. Santa o no poco importa. Yo, sin ir más lejos, le tengo mucha devoción porque protege a camioneros, taxistas y chóferes en general. ¿No ven que fueron unos arrieros, que llevaban ganado y mercaderías para San Juan, quienes la encontraron?”
“En la pintura no se ven los arrieros” - yo.
“Ni se puede colegir el tiempo o el lugar de los hechos” - ELLA.
El taxista nos está explicando ¿escuchás? que la cosa ocurrió en el siglo pasado, perdón, en mil ochocientos y pico. Cuesta precisar, sin embargo, la fecha exacta y corren numerosas versiones. Hay quienes sostienen que en tiempos de las guerras entre federales y unitarios, se llevaron al marido en una leva. La pobre mujer salió detrás de las tropas y se perdió en el desierto.
Pasamos por el monumento a los españoles. ELLA mira la hora, me susurra que tenemos tiempo y le pide al taxista que nos lleve.
“¿Adonde?”
“Donde ocurrió lo de la Difunta.”
“¡Y por qué no!”
Ahora vamos por la Panamericana. Es extraño, desde hace un rato ya no se ven coches ni camiones en ninguno de los dos sentidos. El taxi no parece moverse o se desliza a tal velocidad que el espacio y el tiempo se neutralizan. Una bandada de patos que enfila hacia el sur da la sensación de volar marcha atrás. Le tomo la mano y ELLA me mira en el silencio de una tímida sonrisa. Estamos asustados.
La carretera se convierte en un camino polvoriento. Por allá unos arrieros atropellan la pampa empujando un tumulto de vacas. Hemos superado las azules ondulaciones de los pastizales y se diría que hace mucho tiempo que avistamos la última Estancia. A nuestra izquierda, rumbo al poniente, camina una tropa de mulas, el mayoral nos hace señas pero nosotros seguimos.
Por la derecha aparecen unos ñandúes que corren en círculo intentando despistar a los intrusos y salvar el nido. El taxista frena, salta del coche y corre como loco por el pastizal. Lanza un alarido de alegría, se agacha y retorna con un enorme huevo de color marfil. “Esto es augurio de buena suerte”, dice, arranca y reanudamos nuestro viaje.
Pronto nos adentramos por el desierto. No es un desierto de arena como el Sahara. Hay matorrales y multitud de plantas espinudas, cactus para regalar y árboles que deben ser algarrobos porque sus ramas están llenas de vainas como chauchas gigantes. Aquí me sería de utilidad haberle dado más bola a la botánica. La tierra reseca y el pedregal interminables. A este lado un salitral liso, desnudo y sediento, más allá sigue la tierra roja, por el oeste se puede imaginar la Cordillera. Cada tanto atravesamos arroyos y ríos secos. Arriba un sol inmisericorde. Por todas partes el milagro de flores amarillas.
Nos metemos en una hondonada y el coche se entierra en la arena hasta los ejes. El chofer hace dos o tres intentos pero, no hay caso, no se mueve. Bajamos y nos ponemos a hacer lo que se hace en estos casos.
“¿Escuchan la música que parece venir del otro lado de ese montículo?”
“No”
“Pues yo sí”, dice ELLA. “Vení vamos a ver de que se trata.”
Por supuesto Ella está arriba y yo a medio llegar.
“Mirá que raro. Parece un campamento militar pero con toda la pinta de ser el 7º de Caballería.”
“¡Qué bárbaro! Me lo temía, los taxistas siempre equivocan las direcciones. En vez de llevarnos al lugar de los hechos, nos ha traído a la época de los acontecimientos.”
Y para colmo esos milicos nos han descubierto. Los uniformes son raros. De la época de San Martín no son, pero tampoco de los de la campaña al desierto cuando el General Roca. Sin embargo, puedo asegurarte que yo, Ella y el taxista hemos venido hacia el pasado. Bueno, del taxista ni rastros, los soldados parecen habernos descubierto a nosotros dos nomás.
Qué lío, pienso que estoy en el pasado cuando en realidad el presente, del que venimos, es lo que ha quedado atrás. Dicen que se vive, indefectiblemente, en el presente. Es verdad que el pasado puede revivirse con ayuda de la memoria, pero no es nuestro caso. En fin, como vos permaneciste en el presente que, ahora, para mí es el futuro, voy a seguir contándote en pasado. De paso, me ejercito para el examen de gramática.
3. ¡PUCHA CON LOS REPORTERITOS!
Como te iba contando, un milico medio barbudo con un quepi gris más parecido a gorra de bateador de béisbol que militar, chaqueta azul con botones dorados, bien fajada la panza para sostener el chiripá y un tremendo facón terciado por atrás, con cara de pocos amigos nos fue empujando hasta el medio de aquel campamento ante lo que parecía la tienda del jefe principal.
Yo he visto en el Museo de Bellas Artes los cuadros de Cándido López, aquél que perdió la mano derecha en la guerra contra el Paraguay y que al retornar a Buenos Aires aprendió a pintar con la izquierda. Bueno, la cosa es que pintó todas las grandes batallas, los desembarcos, los hospitales y los campamentos con todo lujo de detalles. Dicen que es una especie de obra maestra. ¡ Qué memoria debió tener el hombre para acordarse, con pelos y señales, de aquellos acontecimientos, los personajes, las vestimentas, el color de los caballos que montaban, las armas, la disposición de las carpas, donde cocinaban, la ruina de los campos después de la batalla!
Se nota que para aquella guerra se puso mucho dinero porque los campamentos se componían de tiendas de campaña impecables, todos los soldados con sus uniformes reglamentarios de suerte que no se confundían los de caballería con los de artillería o los infantes, las botas lustradas, las armas brillantes, los caballos bien cepillados, el servicio médico con sus carros blancos, la bandera en lo alto del mástil.
El campamento al que fuimos a parar sólo tenía en común con los de Cándido López, un cierto orden militar. Los caballos estaban en un corral improvisado, los cañones apartados del grueso de los soldados y estos guarecidos bajo unos toldos y enramadas para protegerse del sol durante el día y de la intemperie por la noche. En los límites tenían bien ordenados multitud de carretas y carros llenos de bultos o vacíos. El terreno era llano, todo estaba dispuesto al modo de un pequeño poblado cuyas calles concéntricas conducían al puesto de mando en una especie de plaza central. Por allá un grupo mateaba alrededor de unos cantores. Varios grupos jugaban a las cartas. Muchos daban la impresión de entretenerse en remendar las vestimentas o arreglar los aperos. Muy pocos vi que limpiaran las armas y, menos aún, haciendo ejercicios militares.
La verdad sea dicha, era la hora de la siesta, una brisa reseca y caliente se había apoderado del aire y la mayoría parecía estar durmiendo. El chirrido irritante de las chicharras acrecentaba la percepción del calor.
El Jefe salió de su enramada echando pestes contra “esos intrusos que no encontraron mejor hora para venir a jorobar”.
“¡Caray! ¿De dónde han salido estos lunáticos? No son horas ni tiempos ni lugar para andar paseando. Es mejor que me vayan explicando bien clarito que los trae por aquí. Sólo las víboras y los espías se arrastran por estos arenales.”
Yo perdí el habla. Varios soldados nos rodearon atraídos por las voces del jefe. Pensé que deberíamos intentar una fuga pero sentía las piernas atornilladas al suelo. El militarote esperaba una respuesta. La brisa se hizo más agobiante.
“¡Hablá, carajo, que si no es pior!”, me susurró bajito el milico que nos encontró.
“Somos periodistas”, ELLA siempre tiene una salida.
“Sabíamos que usted, General, había comenzado esta campaña y hemos venido con la intención de pedirle una entrevista”, ya no podía quedarme atrás.
“Coronel, Coronel Acha nomás. ¡La pucha con estos reporteritos de ahora, creen que con vestirse a la moda de París y publicar unos cuantos garabatos ya pueden andar repartiendo grados y medallas!”
Uno con pinta de oficial se acercó al Coronel, dijo que se venía el viento Zonda y le preguntó si ponía en movimiento a la gente. Por el noroeste el cielo enegrecía y el aire, cargado de polvo, se tornó irrespirable.
“Si buscaban una buena noticia, ya pueden volverse a escribir que ocultos en el Zonda, mis valientes se presentaron de improviso por Angaco y derrotaron en toda la línea a los federales. La sorpresa será mayúscula”, y se puso a dar ordenes a troche y moche, mientras el campamento se convertía en un remolino de gente, caballos, gritos y una polvareda infernal.
Mientras el Coronel esperaba que ensillaran su caballo yo me animé, no se cómo, a preguntarle “También estamos interesados por la suerte de la Difunta Correa ¿qué nos puede decir al respecto?”
“¡Qué difunta ni ocho cuartos! Acaso se han creído que nosotros cometemos las barbaridades de nuestros enemigos. Pregunten a cualquiera de mis hombres cuales son las órdenes. Al que me toque una mujer, un niño o cualquier civil lo hago pasar ahí mismito por las armas. ¡Me van a venir con patrañas de difuntas!”, llamó al corneta y se puso en marcha.
La nube de polvo se apoderó del desierto. En medio del barullo y cegados por el polvo, nos tomamos de la mano y comenzamos a caminar sin rumbo fijo.
De pronto, reapareció el Coronel. Y nunca mejor dicho, porque a lo imprevisto había que sumarle un aspecto fantasmal. Todo él y su caballo eran una estatua viviente de mármol o de tierra, pues el polvo los había cubierto por completo. Nosotros no teníamos mejor aspecto.
“Me he fijado en los botines que lleva señorita ¿Sería tan amable de darme las señas de la casa fabricante? ¿Franceses, verdad? Parecen muy flexibles y supongo que livianos al tiempo que resistentes. Ideales para la infantería.”
No pudimos darle la información. Una ráfaga nos cegó por un instante y cuando logramos entreabrir los párpados allí no había ni Coronel Acha, ni estatua viviente, ni ejército, sólo viento y arenisca lastimando el rostro.
Seguimos, sin rumbo. ELLA descubrió que caminando hacia atrás podía abrir los ojos y era más fácil sostenerse en pie contra el viento. Así que yo empujaba de frente y ELLA me seguía reculando. Al principio conté las veces que caímos, pero perdí la cuenta y reparé en que lo realmente sobrecogedor era el bramido del Zonda.
4. ¿ES ESTO UN SANTUARIO?
A medida que el viento amainaba, el sol fue buscando reparo detrás de las montañas. Nosotros sin rumbo y temblando aunque no de frío. Hasta el momento no habíamos visto animal alguno. Pájaros sí, pero bicho grandote y carnívoro como el puma con que topamos detrás de un pajonal, ninguno.
El león agazapado, ojos brillantes, los colmillos amenazantes. Nosotros petrificados. Lo bueno de las clases de literatura es que uno puede sacar enseñanzas útiles para momentos difíciles. Digo esto porque me acordé del famoso relato del Facundo cuando el protagonista se encuentra con un puma en pleno descampado y se salva por los pelos encaramándose a un arbolito salvador. Una escena bárbara, propia de los mejores espagueti-western. Quiroga se ha quedado sin caballo y atraviesa el desierto con la montura al hombro, en eso percibe que alguien lo sigue, mira hacia atrás y es un puma, su única salvación es el bendito árbol, apura el paso, el puma también, entonces tira la montura y corre desesperadamente con el felino pisándole los talones. Al final Facundo logra treparse, de un salto, al árbol y el puma se tiene que contentar descuartizando la montura e irse en busca de algún otro despistado por esos campos de Dios.
Todo pasó en un segundo. Yo que veo un espinillo como a cincuenta metros y me acuerdo del Facundo. ELLA que pega un grito de terror y los tres que salimos en estampida. Lógicamente el puma, más rápido, llegó primero al árbol en busca de refugio. No nos quedó más remedio que torcer hacia la izquierda y alejarnos del lugar.
La noche se nos echaba encima. Era esa hora en que las lechuzas comienzan a salir de su modorra y ensayan vuelos y sonidos. La quietud ganando la partida. Nos recostamos en un arenal todavía caliente. Ella me regaló una de sus miradas y yo me sentí el ser más valeroso del orbe.
“Escuchá, parece el sollozo de un niño.”
“Viene desde ese médano”, yo. “Quedate descansando mientras yo me acerco a ver”.
Me incorporé a duras penas y salí en pos del llanto. Llegaba a mis oídos a rachas, ahora hacia adelante a la derecha, después parecía provenir del lado contrario. Más que llanto era un lamento arrastrado por la brisa nocturna. Yo caminaba como atraído por una fuerza extraña.
“¡No se deje engañar amigo!”
Casi me muero del susto. Era el arriero que nos saludó desde lejos cuando veníamos en taxi.
“No haga caso y vuélvase p’al lao de donde vino. Esos lamentos no son de criatura. Se trata del Niño Diablo que se entretiene, en noches sin luna, haciendo perder el rumbo a los arrieros. Yo tenía un compadre, porfiao el hombre, que se empeñó en perseguir el llanto hasta dar con el causante. Nunca más supimos d’él.”
Como apareció se lo tragó la noche.
Intenté desandar el camino pero el llanto se hizo más cercano. Agucé la vista y creí ver a una mujer con un bulto en brazos caminando como perdida. La llamé pero pareció no escuchar. Corrí detrás de ella, tropecé y caí de bruces. Cuando me incorporé sólo me rodeaba la oscuridad. Estoy seguro que era la Difunta Correa. Rompí a llorar.
Unos faros me encandilaron.
“¡Che, qué hacés ahí. Subí que nos vamos a Vallecito!”
El taxista había estado averiguando. Lo de la Difunta quedaba más acá. Puso la marcha atrás, pisó a fondo, pronto transitábamos por asfalto, se hizo de día, una señal caminera indicó Vallecito y fuimos a parar junto a un cartel que ponía Difunta Correa.
Seguíamos en pleno desierto pero ahí, con el tiempo y a fuerza de riego, se había formado una arboleda. El sitio estaba salpicado de construcciones a modo de capillas o galpones. Nos dijeron que en su interior los promesantes depositaban en pago los objetos prometidos, pero no alcanzamos a verlos. Un pequeño montículo al que se ascendía por una escalinata de piedra llamó nuestra atención. Por allí subía y bajaba un reguero de peregrinos de forma muy extraña. Unos arrodillados, otros sobre un pie, algunos arrastrándose, los más cabizbajos, todos con sus botellas de agua para la Difunta.
ELLA preguntó a una anciana el significado de todo aquello.
“Aquí venimos a cumplir nuestras promesas. Si uno pide una gracia, después no vale perder la memoria.”
“¿Y el agua?”
“P’a que la pobrecita no sufra más de sed.”
“¿Y eso de subir apoyados en distintas partes del cuerpo?”
“Según donde haya tenido el mal o el dolor que, gracias a la Difunta, se mejoró.”
“¿Si uno padece mal de amor y el dolor lo tiene en el alma?”, pregunté yo, pero no hubo respuesta.
ELLA, por última vez, “Entonces, esto es un santuario.”
“Si usté quiere niña, pero de la Difuntita nomás.”
Apareció el taxista para decir que nos habíamos pasado una pila de años y que deberíamos retroceder si queríamos llegar a tiempo al campeonato.
Subimos al taxi, una vez más.
5. PERO AL FINAL…
Pusimos rumbo en marcha atrás para avanzar hacia el principio que, como te decía, es el presente pero que a su vez es el pasado inmediato o sea cuando pasábamos por el monumento a los españoles y a ELLA se le ocurrió ir a la Difunta Correa. Y justamente ahora recuerdo que el profe de geografía nos dio un trabajo sobre el sistema del Desaguadero y he perdido la oportunidad de tomar notas sobre el terreno en aquellos tiempos cuando las lagunas de Guanacache eran inmensas y el propio río recogía aguas hasta de los llanos de la Rioja e iba a desembocar en el Atlántico allá por Bahía Blanca o más al sur.
“Despertá, yo me voy corriendo, pagá y después nos vemos”- ELLA que agarra el equipo, baja, da saltitos de gacela hacia la entrada del Club y ¿quién está esperándola? ¿A quién le estampa un beso que ni te cuento? ¿Con quién desaparece entre la gente rumbo a los vestuarios?
Como ya lo sabés mejor no te lo nombro, ni te digo palabra sobre lo que hay que ser para quedarse dormido, a estas horas de la mañana, en un taxi junto a ELLA.
Así que pago y me voy a casa caminando. La mañana está fresca, la hierba del parque mojada por el rocío pero no me importa. Llego al Planetario y me demoro para contemplar los patos en el estanque, igual que cuando mi tío me traía para que yo jugara con los otros chiquilines y él hacía intentos con las mamás.
Continúo y ¿sabés que veo al pié de un ombú? nada menos que un montoncito de botellas de agua junto a una especie de mini oratorio con velas encendidas, flores de plástico y una foto de….la Difunta Correa. Sí, la Difunta tirada en el desierto, con el niño mamando del pecho, bajo un sol abrasador y el arbolito. La Difunta en pleno Palermo.
Todavía no salgo del asombro. Se me acerca una viejita “¿Si le ha hecho una promesa, conviene que le deje su poquito de agua. No se que le ha venido a pedir ni lo difícil de lo prometido, pero le aconsejo, joven, que lo cumpla. La Difuntita es muy pagadora.” Me deja una botellita y se va.
Hoy no se que me ocurre con el tiempo. No puedo haberme demorado tanto en el estanque. En la cosa esa de la Difunta bueno, no se, al final puse la botella junto a las otras. Por respeto a la pobre vieja, vos me entendés. Y de ahí hasta aquí bajo la estatua de Garibaldi ¿qué se puede tardar? muy poco.
Te digo esto, porque el caso es que estoy recibiendo un mensaje.
“Gne l prtido. Pso a la fnl. Dond t as mtdo? Necsto fstjar cn vos. Bsos”
Bueno, te dejo, me estoy quedando sin batería. Mañana te cuento.
¿Fuiste vos alguna vez a la Difunta?
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