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Don Rupe era un hombre tan bien plantado, que no había futre alguno que pudiera con él. Dada su gran envergadura y astucia, era poco menos que un moderno Aquiles de los campos. Las mujeres se le rendían y no les importaba para nada ser una más de su nutrido harem, en tanto se sintieran atendidas por ese machote sin igual.

Pero, fue una la que conquisto finalmente el robusto corazón del huaso aquel. Era Elena, una mujer muy atractiva, a la que pidió finalmente matrimonio y se la llevó a vivir a su fundo.

Todas las mujeres, despechadas por esta situación, quisieron vengarse de Rupe y acudieron al rancho de éste, en masa una noche en que el hombrón había partido a las cumbres a arrear un rebaño, que vendería a buen precio. Las más airadas con la situación, sacaron de su lecho a la bella Elena, la golpearon con saña y entre todas la tomaron en vilo, arrojándola al río, en donde la pobre mujer pereció ahogada.

Días después, el cadáver de Elena apareció flotando en las cercanías del retén y los carabineros, deduciendo que don Rupe había sido el asesino, se dirigieron a su hogar y después de bastantes forcejeos, lo apresaron y se lo llevaron al calabozo. El pobre hombre, destrozado por el brutal crimen de su esposa, no intentó defensa alguna. Después de todo, la vida no valía ya la pena sin su dulce Elena.

Don Rupe fue condenado a muerte y se ordenó su fusilamiento, veinte días más tarde. Pero al hombre nada le importaba: ni las miradas furiosas de los que lo consideraban culpable, ni los gestos de asombro de los que no concebían tanta resignada mansedumbre.

Y cuando enfrentó el paredón, no quiso que le vendaran los ojos, puesto que nada tenía que ocultar, aún más, deseaba mirar a la cara a la muerte, que acudiría para liberarlo de tanto dolor.

Pero, ya habíamos mencionado que el hombre era más fuerte que un roble y las balas de los fusiles rebotaron en su pecho y fueron a hundirse en el muro. El capitán, asombrado, ordenó revisar las municiones –arguyó que alguien pudo haber cambiado los proyectiles por simples balines de salva. Pero no, las balas eran genuinas y podrían haber traspasado diez toros si se los hubiese colocado en hilera. Por lo que, cumplida la sentencia, se liberó a don Rupe, ordenándosele que abandonara la ciudad, ya que para todos, él había fallecido, aunque las evidencias dijeran otra cosa.

Todas las mujeres se apresuraron a seguirle adonde fuera que el hombre quisiera dirigirse, pero él, sospechando que todas ellas algo tenían que ver en la muerte de su esposa, las engañó y simulando que cruzaría un enorme desierto, se ocultó detrás de unos peñascos, continuando las féminas su camino hacia la perdición. En efecto, después de transitar muchos días, se dieron cuenta de que se habían extraviado y como ninguna atinó a reconocer algún punto cardinal, divagaron en círculos durante años, hasta que la muerte se fue apiadando de cada una de ellas. Cuenta la leyenda que aún hoy vagan por el desierto, ya convertidas en esqueletos y los que tengan la mala suerte de encontrarse con ellas, tienen que gritar a voz en cuello: -¡Yo no soy don Rupe! y los espectros aquellos desaparecerán al instante.

El caso es que nuestro héroe encontró a otra mujer, tan buena como su Elena, aunque muy distinta en su aspecto. Ella se llamaba María y se desvivía por atender a su marido, pese a que él le regañaba que no descansara nunca. Don Rupe, provisto sólo de sus poderosos brazos, levantó su nuevo hogar y allí vivió feliz con su mujer, tuvieron tres hijos, tan fornidos como él y que crecieron a su vera hasta que formaron también sus propios hogares.

Don Rupe jamás sufrió enfermedad alguna, pese a levantarse al alba y dejar de laborar cuando el sol ya se había aposentado tras el horizonte. Pero una noche, ya octogenario, salió para cerrar un negocio con otro hacendado y cuando regresó, a pie, puesto que su yegua se había torcido una pata y apenas tranqueaba, metió su pie en una poza con agua, y como hombre fortachón que era, se despreocupó del incidente, metió a la yegua en su corral y luego entró a la casa y se acostó en su cama.

Al otro día, cuando María lo remeció para que se levantara a tomar desayuno, se dio cuenta que Rupe había muerto mientras dormía. Cuando lo vistió para que sus acongojados hijos lo colocaran en el ataúd, se percató que uno de sus pies estaba amoratado. Entonces, pensando en voz alta, se dijo: siempre supe que si se mojaba un solo pie, se iba a desplomar como un roble.

Y así y sólo así se fue de este mundo don Rupe, el Aquiles de los campos, tan vulnerable de pies como el personaje mitológico…









Texto agregado el 26-08-2010, y leído por 253 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
27-08-2010 El renombrado "Talón de Rupe".Muy bueno,me gustó escofina
 
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