LABERINTO DE VENTANAS
La primera vez que supe de su existencia fue en los confines de mi ventana, una noche que se hizo muy larga, plagada de encuentros y de inauditos presagios. Me llamó dulcemente como si nos conociéramos de toda la vida. Le respondí con un inmediato y gentil ademán; raro en mi a esas altas horas de la madrugada, cuando las fuerzas empiezan a flaquear, dominadas por el cansancio de buscar aunque sea un breve consuelo a nuestra apesadumbrada soledad.
Sucedió lo que al principio ocurre en estos fortuitos diálogos nocturnos: un sinfín de coincidencias, que no viene al caso contar aquí, nos hacían permanecer conectados más de la cuenta. Ella hablaba de su vida como si relatara la mía pero en sexo femenino. Las concomitancias recorrían un camino virtual que iba desde el arte hasta la filosofía, pasando por la música y la historia. Éramos de la misma generación, nacimos en la misma ciudad y teníamos un historial común.
Nos conectábamos siempre a la misma hora, después de la cena, cuando lentamente los restos del día se disipan en la sombra de los recuerdos. Yo esperaba con ansiedad la llegada de ese momento tan especial, cargado de magia y ternura. Cuando entraba en su ventana, sentía que iba hacia mi propio mundo y no hacia el de ella.
Con el correr de los días, me fui construyendo una imagen con las palabras que surgían detrás de la pantalla. Esa imagen se parecía cada día más a alguien que yo había conocido muchos años atrás, cuando inocentemente soñábamos con un mundo mejor.
La revelación ocurrió como a la quinta noche de ingresar en su ventana. No recuerdo como fue que sobrevino la confidencia. Los vocablos partieron casi al pasar, camuflados entre otras palabras cargadas de sentidos, como si en el fondo ella no quisiera reconocerlo.
Lo tomé al principio como una broma, pero el tiempo y los hechos me confirmaron lo contrario. Según sus dichos, ella no tenía cuerpo, estaba hecha de palabras y evocaciones celosamente guardadas en la memoria de la red. Ignoraba cómo había llegado hasta aquí; su mente deambulaba por los circuitos, como un fantasma en busca de un envase corpóreo.
Yo era, incomprensiblemente, parte de ese mundo ideal al cual sólo algunos privilegiados podían acceder. Quizás por miedo o vergüenza, lo cierto es, que esa fue la última vez que me conecté con ella. Lo lamenté, porque su idea me resultó de lo más original y divertida.
La busqué (no sé cuánto tiempo) dentro de una suerte de laberinto de ventanas intercomunicadas entre sí por delicados hilos de sentimientos. Utilicé el arte de la conjetura para arribar a un destino cierto. El camino se hizo muy largo. Inventé nuevas ventanas, algunas no me conducían hacia ningún lado; otras me otorgaban cierta esperanza de volverla a encontrar. A medida que me acercaba, ciertos recuerdos afloraban en mí como la triste revelación de un pasado trágico.
Fue en una de éstas ventanas que la intuí nuevamente. La seguí por el laberinto virtual. La encontré en una sala única y especial para los dos, la que ellos no pudieron destruir. Me estaba esperando, desde siempre, desde aquel terrible día que nos hicieron desaparecer. Estábamos hechos de letras y signos; habíamos vencido al olvido. Tenía mucho para preguntarle. No me apuré. Atesorábamos por delante, una eternidad.
|