El cuerpo dibujado del crimen.
Toda la casa olía a podrido, y no es para menos. Hacía décadas que nadie vive ahí, a excepción del anciano. Un ermitaño.
Murallas con la pintura descascarada, musgo en el suelo y techo, basura en cada rincón, hacían entrever la miserable vida que llevaba el viejo. Asesinado hace unos días a puñaladas en el estomago.
—¡No! No puedo. ¿Y si lo hago? ¡No!. Tengo que aguantar...¡Mierda!. ¡Dios mio! ¿Qué me sucede?
Era el debate interno de aquel singular hombre que merodeaba nervioso la habitación donde se encontraba la silueta del crimen, mientras el resto de los fiscales examinaba la casa.
—¡No soporto más!. Diré que tropecé con algo... ¡Estúpido, No!. ¡Maldita sea!
Trató de calmarse, y pensó que sería buena idea coger la silla vieja que estaba al final del pasillo para sentarse un momento, de esta forma la tentación amainará. Pero fue inútil. Sólo consiguió que su frustración cobrara más ímpetu. Desesperado, y sin saber que hacer, comenzó a correr por toda la casa como si le persiguiese un fantasma diabólico y espantoso. Los demás fiscales quedaron paralizados con la escena y gritos de aquel hombre. Finalmente, y después de abrirse paso a empujones entre sus compañeros, el fiscal cruzó la cinta y arremetió sobre la silueta contorneada con tiza del cadáver. El cuerpo del perturbado fiscal desapareció de lleno sobre la figura, como si este último se lo hubiese tragado.
Instantáneamente; a unos cuantos kilómetros del lugar, el ermitaño que yacía en la morgue, de ipso facto abrió los ojos. Enseguida aspiró una gran bocanada de aire, llenando sus pulmones agonizantes, para luego esbozar una leve sonrisa.
El ermitaño había vuelto a la vida. |