EN UNA NOCHE CUALQUIERA
El hombre se sentía afligido y decidió ahogar sus penas en alcohol. Fue a su taberna habitual y entró con la cabeza en alto, como si hubiera guardado por un momento todo su dolor. No quería, por ningún motivo, que sus compañeros de tragos se dieran cuenta de su depresión. Su orgullo no debía ser dañado, un hombre de su impronta y semblante no podía mostrarse débil ante el resto, pero en realidad se sentía completamente desconsolado.
Comenzó tomando sólo cerveza, para luego seguir con las bebidas blancas y fuertes, como el gin y el vodka. Pensaba que el alcohol lo ayudaría a olvidarse de su madre, pero no fue así. Una sirvienta que limpiaba el lugar hizo más fuerte su recuerdo. Su madre había sido como ella: limpiaba casas para poder subsistir. Durante un tiempo trabajó en la casa de un judío, que con el pasar de los días le fue tomando cariño, y con el transcurrir de los meses la embarazó. Así fue: su madre una simple sirvienta, una mujer sin ninguna cualidad, una más del montón, que debió prostituirse para poder vivir; y su padre un judío ordinario, un hebreo adinerado y amarrete, al que ni siquiera había conocido. A ambos les guardaba un rencor infinito, a su padre por el solo hecho de haber sido judío; a su madre por haber sido una simple mucama y ramera. Pero el odio a esta era solo un disfraz: la nostalgia por no haber tenido con ella una relación estrecha y afectuosa era su verdadero sentimiento, que le oprimía el pecho y lo angustiaba. Él se sentía destrozado, no lograba entender por qué su madre nunca le había dado el amor y cariño que tanto necesitaba, hubiera deseado amar a su madre, y que ella lo ame y no que lo trate como el simple producto de una noche.
Después de hablar con sus amigos para tratar de olvidar, emprendió el regreso a su hogar. Estaba completamente ebrio y a duras penas podía caminar. Llegó a su casa pasada la medianoche, llorando como un niño, y con lo poco que le quedaba de fuerza gritó el nombre de su mujer: ¡Klara! Ella vino a auxiliarlo. Era unos veinticinco años menor que él, y lo amaba y respetaba como a un padre. Él era como su padre adoptivo, prácticamente la había criado y la conocía desde hacía muchos años. Lo más singular y notable que poseía esa mujer, sin contar su dulzura y cariño, eran sus ojos azules, completamente penetrantes, que dejaban ver su alma. Ella era una mujer sincera que necesitaba amar y ser correspondida. Con el poco amor que le brindaba su marido no le bastaba. Por esta necesidad constante de brindar afecto y amor, ansiaba más que nada poder tener un hijo varón y verlo crecer hasta más allá de la pubertad, puesto que por desgracia había parido tres y ninguno de ellos había alcanzado esa etapa.
Él se contentó al verla, la quería mucho, aún más que a sus dos anteriores esposas, pero eso no le bastaba para poder sentirse completo, para llenar la ausencia de cariño que le había dejado su madre, era un vacío que nadie podía llenar.
¡Alois!, gritaba ella mientras se acercaba a él. Luego de abrazarlo fuertemente intentó conversar, le preguntaba una y otra vez el porqué de su llanto. Pero el hombre no quería hablar, solo quería sentir. La besó profundamente y comenzó a desnudarla con rapidez. Tenía que evitar pensar, debía huirle al recuerdo, y el sexo le ayudaba con esa causa. Tras desnudarla se le abalanzó encima y besó cada rincón de su cuerpo, necesitaba sentir calor, el calor que no había podido sentir de su madre.
Ella también quería sentirlo y gozarlo, porque lo amaba, pero más que por el amor que le tenía porque deseaba, más que ninguna otra cosa, procrear un varón, y verlo crecer fuerte y sano, hasta la adultez.
Los dos cuerpos desnudos se entrelazaron y formaron una sola figura. Él la penetraba con fuerza, pensando que había podido correr de su mente la imagen de su madre, pero no era así, porque en el momento cumbre ella apareció otra vez regañándolo, castigándolo, y haciéndole notar que nunca lo había amado. El hombre se sintió terriblemente dolorido e imaginó que aquella noche podría concebir un niño que fuera amado por su madre, que amara a su madre, y que no se desviviera por su amor. Así que parte de él se fue con ese orgasmo, se fue para siempre el deseo de poder amar a su madre y de sentirse amado por ella. Klara tuvo otro deseo: soñó con gran añoranza que esa noche de lascivia y ternura podría darle aquel anhelado hijo varón, fuerte y sano, con energías y ganas de llevarse la vida por delante. Ella quería que su hijo se convirtiera en un hombre y que pudiera cumplir con todos sus deseos, para cuidarlo y amarlo por todos los hijos que no había podido ver crecer.
Nueve meses después nacía Adolf Hitler.
Ariel Bernardo Staravijosky
Abril 2006
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