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De todas formas las casas tampoco estaban tan bien construidas. Las piedras crujían al contacto del metal que taladraba, raspaba y finalmente arrasaba con todo el barrio que había sido su hogar por muchos años. Detrás de una cinta amarilla puesta por la policía esa mañana se tenía vista de las casas viniéndose abajo. Las paredes se desplomaban unas sobre otras dejando a la intemperie todas las miserias que la gente resguardaba dentro de ellas y que hasta ese momento nadie había querido ver ni saber de su existencia. Por una calle del barrio los habitantes, los indigentes de la ciudad, haraposos y flacuchentos como eran luchaban contra la fuerza pública que había dado la orden de desalojo ese mismo día.

Las latas de gases lacrimógenos cruzaban el cielo inmenso y azul ese día de enero donde no había una nube que interrumpiera la estela que dejaban los proyectiles en el aire. Azotaba, esa mañana, con igual fuerza el sol de los valles andinos y la policía antimotines sobre la pobre gente que gritaba adolorida no sólo por los golpes que se ganaba en la contienda sino por el estruendo de las máquinas de demolición que anunciaba la aniquilación de lo único que en sus vidas humildes tenían, su barrio.

Para El Doc, como le decían desde que había llegado al barrio, ese momento no sólo le traía mucha felicidad sino también un raro periodo de lucidez. Detrás de la cinta de seguridad y junto a la que podríamos llamar su esposa veía como quedaban entre escombros las únicas posesiones restantes en su vida, que no eran muchas tampoco. En la pugna por defender su territorio vio como una mujer apodada “La Plástica” corría loca contra la policía armada únicamente de una varilla. Al ritmo de sus pasos se movía la falda bombacha que se había hecho con bolsas negras de basura que con la brusquedad de su marcha rompía las costuras que sostenían todo su traje ceñido a la cintura y de muy buen gusto sino hubiese estado hecho efectivamente de sobras plásticas. Él no había podido imaginarse como propiciar ese preciso momento que estaba viviendo, desde hace años esperaba que sucediera. La destrucción del barrio era la única oportunidad que tenía para liberarse de lo que lo había atado por tanto tiempo y llevado a la miseria. Abrazando a su mujer que lloraba incontrolada ya no sentía la necesidad de mendigar para aspirar todos los vicios que ofrecía muros adentro ese barrio.

Los escudos del cuerpo de policía, también de plástico, recibían a esa mujer que los había envestido varilla en mano. Culpa de la tacleada devuelta por los uniformados fue que cayó al suelo La Plástica, casi inconsciente. Tres de ellos retiraron sus escudos y alzaron sus bolillos que empezaron a desprender las bolsas de basura atadas al vestido de la mujer, atinando golpes a sus piernas, muslos y caderas. A la montaña, le dijo el Doc a su mujer, que lo observaba exigiéndole remedio a la incertidumbre que le producía procurarse un futuro diferente al que hace años se había conformado a pensar que tenía. A la montaña, le repitió el hombre, es el único lugar que se me ocurre donde no somos basura. La mujer del Doc seguía atónita, temblorosa más por la abstinencia de horas que por la declaración de su marido.

Tenía ciruelas, cebollas, maíz, plantas aromáticas, geranios, papas normales y de la criolla, zanahoria, curubas, cebada, trigo, uchuva y capulí. La mayoría de lo que tenía sembrado lo había recogido como semillas de entre las sobras de un supermercado. Después de la penosa desintoxicación el Doc, ahora Luis Carlos, se había dedicado a sembrar las semillas que había recogido. Además de eso, unos frutos desconocidos y ratas era lo único de lo que se alimentaba en la montaña. No había subido mucho de peso porque sus comidas eran digamos austeras pero mucho mejores que las que tuvo en su vida de desechable. El alivio de estar tremendamente lejos de cualquier vicio le permitía pensar en otras cosas y en su momento fue lo único que le permitió superar las noches de sudor frío y delirios que provoca la eliminación de toda la contaminación que traía consigo de la ciudad. Su mujer no había podido cruzar la autopista que separaba el bosque del perímetro urbano, enloquecida regresó a las calles que esa noche sintió como su único hogar.

La rutina de cada día hizo de su nueva casa, jardín y vida, que a veces parecía improvisada, la mejor forma en que se había procurado vivir. Después de los quehaceres diarios que terminaban en el almuerzo, Luis Carlos, alias el Doc, solía arrancar una ciruela y acostarse a la sombra de un viejo sauce mientras esperaba el sueño, recordaba el pasado y jugaba con la fruta dándole vueltas con los labios. Que la ciruela cayera al suelo significaba el inicio de su siesta.

Se preguntaba si tenía las fuerzas para volver rehacer su casa y su jardín. Ese atardecer se encontraba desnudo a la orilla del río, esperando que se secara la ropa que el viento había lanzado al agua mientras él se bañaba. Fueron las hilachas de carbón que se lleva el viento lo que le advirtió que al otro lado de la montaña había un incendio. La temporada de verano había llegado y era frecuente que hubiera incendios en esas montañas. Para cuando llegó, el humo reinaba y fue muy tarde para recuperar algo de su jardín o casa. Mirando como las hojas de uchuva se recogían del calor fue que sintió el desgaste que le había dejado su vida anterior. Cuando era indigente sus perspectivas del futuro se limitaban al día. Comer, drogarse, cagar, dormir eran sus únicas ambiciones. Ahora sin ser muy pretencioso él quería ver florecer la veranera naranja con rojo que había sembrado y hacer caldo con la nueva cosecha de papa criolla. En un pueblo río abajo había conseguido las semillas de todos los condimentos que necesitaba para hacer una sopa como había aprendido en su casa en la ciudad, cuando aún estaba en la universidad. Por fuerza, su sazón en la montaña era muy austero.

En la cifra de daños que había causado el incendio no aparecía ni la huerta ni la casa de barro y paja, mucho menos él, que había quedado enterrado en la ceniza. Cuando las aves de rapiña se acercaron al muerto encontraron, a diferencia de otros cadáveres dejados por el incendio, muy buena carne de la que alimentarse pues Luis Carlos no había muerto quemado sino de asfixia. En sus últimos momentos de su vida con los ojos llorosos, la garganta seca y los pulmones inundados de humo quiso saber si su vida hubiera sido más larga en la ciudad. La vejez y la falta de fuerzas para conseguir otro futuro fue lo que lo hizo tomar la decisión de quedarse junto a sus frutos. No importaba si su vida hubiese sido más corta, su propósito cuando llegó a la montaña se había cumplido. No pasó mucho tiempo para que ahí donde reposaban sus huesos naciera otra vez hierba. En la montaña ni muerto era basura.

Texto agregado el 22-08-2010, y leído por 155 visitantes. (0 votos)


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