Aún no había conocido al Diablo, pero siguiendo un cruel fantasma me había insertado tontamente en los desiertos del infierno. La arena abrazada a mis pequeños pies pesa más que la del camposanto.
Con el alma encadenada a mi fantasma sumergí mi libertad en el letargo; la anestesia emocional, en el infierno, doblega el dolor y anula todas las salidas. La distancia hacia todo bien posible es infinita, da lo mismo el conocimiento de los puntos cardinales, la existencia de la brújula…
No era parte del gran grupo de los miserables, a ellos criaturas indescriptibles les infringían dolor y a mi… a mi me los infringía el estúpido yo (un demonio peligroso de inteligencia limitada y privado de todo tipo de belleza.) Por eso aún tenía derecho al espacio propio, a chispazos de luz que llegaban a través de mi ventana. Derecho a un estrecho lugar en medio de la nada, para verlo todo, para no mirar, y con un parecido increíble a una habitación monótona de la tierra.
Y allí pasé semana tras semana, durante tiempo extraviado, durmiendo sobre el infierno, esperando ser un día el milagro… El tiempo vuelto uno solo parece ser interminable. Debe ser ese el por qué de los días, de las horas…
Mientras el reloj de las almas negras corría, yo intentaba acomodar mi alma en un buen lugar de la habitación, un lugar donde no terminase extraviada, congelada. Y es que el desierto infernal no es un lugar de ardorosas llamas, sino todo lo contrario esta lleno de sub-espacios, lugares que se personalizan según el pecado, donde hasta el “amor” tiene un lugar asociado a este terreno infértil.
Días, semanas, meses… Más de trecientas noches con el fantasma arremolinado entre mis recuerdos. Muchas noches hurgando sobre los cajones de mi piel, dónde se hallaba escondido el secreto de reinventarse...
De pronto un día en que la luz de la superficie se colaba con mayor intensidad por mi ventana el fantasma sucumbió, entonces, los barrotes de mi cárcel cayeron desmayados frente a mis ovarios y cuando el silencio se apoderó de todos los espacios, volví a hacer contacto con mi alma.
Me puse de pie con sumo cuidado, no quería desvirginar el silencio con ruido alguno, como para no incomodar el espíritu, ni los oídos. Sigilosa, atravesé una a una las sombras que hace la noche en la habitación, el vaivén de mis caderas tiene un pacto secreto con la luz…
Abandoné mi ex refugio sin premura. Le guarde luto a cada una de mis penas, observé una a una las paredes y le lloré tanto como pude a los miedos que había garabateado sobre ellas, descolgué la luz del horizonte y la apreté contra mi pecho. Así, saboreando pisar la arena, le agradecí al fantasma caído, con los ojos…
Me marché…
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