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Taller Los Luises

Los tipos bajaron el cartel, fileteado por Abdala, entre el silencio de los vecinos que salieron de sus casas sin que nadie los convocara. Aquel rectángulo que sellaba la cuadra, dándole personalidad al barrio, cayó sobre la espalda triste de un camión volcador que se fue en cuanto los personajes subieron a los estribos sin mirar a nadie. Cuando la soledad tiñó hasta los plátanos de la vereda, un espontáneo aplauso despidió al taller Los Luises. El frente del galpón quedó congelado desde entonces. Y nunca más se volvió a hablar del asunto. No es el único caso, desde luego. Muchas propiedades, más de las que se supone, por motivos sucesorios o conflictos de familia que mejor no enterarse, quedan por años envejeciendo sin apuro, tal vez esperando que vuelvan sus dueños. Sin embargo en este caso me parece que los ladrillos son testigos empecinados en señalar un pedazo de tiempo sucio, una bandera del territorio que se amó, no interesa por qué motivo.
El taller Los Luises apareció cuando aquel hombre flaco y alto, de andar despacioso, fue despedido de la Ford. Con la indemnización y muchas ganas de torcerle el brazo a la suerte, compró la propiedad y encargó el cartel. Era jueves, bien temprano, cuando lo levantó junto a sus hijos, que por entonces estaban terminando la carrera de técnicos mecánicos en el colegio industrial del Bajo. Ni bien estuvo sobre la pared gris, los adolescentes se fueron a clase y el flamante propietario se sentó con las manos en las rodillas en el cordón de la vereda de enfrente, como un Buster Keaton sin sonrisa de futuro.
Los hermanos se llevaban un año de diferencia, eran huérfanos de madre desde muy pequeños y se tuvieron que hacer cargo del negocio del padre, radical por seguirle las ideas a Leandro Alem y esperanzado en la UCRI, después que el viejo cayó muerto de un infarto, justo la tarde en que los milicos invitaron al Presidente Frondizi a descansar en Martín García. Los dos ya trabajaban, de a ratos, en el taller de mecánica general de automóviles y desde ahí siguieron sin descanso hasta que fueron pasando las cosas que todo el pueblo sabe y que como siempre a la vida le gusta ir resolviendo, paso a paso, en una de esas para que lo terrible se convierta en algo casi obvio cuando uno lo descubre.
Nadie nunca supo bien, aunque se dijo de todo, por qué los Luises, Luis Alberto y Luis María, no se dirigieron la palabra durante tantos años, a pesar de trabajar en el mismo lugar, un galpón de, digamos, ciento cincuenta metros cuadrados, por el que iban y venían diez horas por día renegando con bujías, ejes y correas, de lunes a sábado. Con un agregado especial a la extrañeza del asunto: los hermanos vivieron hasta el final en dos casas ubicadas sobre el terreno lindero al local. Esa puerta que todavía se ve al lado del portón, daba al pasillo que unía, separaba, las viviendas de los Luises y sus respectivas familias. Un fotógrafo de esa época, que también merece un párrafo en esta historia, solía decir que después de tantos años espiando por la cámara, se aprende a conocer a las personas por los ojos, grandes alcahuetes a la hora de querer saber cómo es cada quién. Hay ojos que lloran mientras el resto de la cara ríe con locura, decía. Y existen ojos que están distantes, bien al fondo, cuando sus dueños parecen disfrutar la conversación al frente. Por sus decires empecé a diferenciar a los Luises que, para colmo se parecían bastante en ser tan distintos al padre: petizos, pelo enrulado, idéntica voz de angina permanente por los cuarenta cigarrillos por día que el dúo transformaba en alfombra de colillas sobre la grasa y el aserrín pisoteados, típicos de esos lugares. Para peor los dos andaban con camisa Grafa y pantalón verde oliva, botines de seguridad sin lustre, gorras negras con visera invertida. El trabajo de los Luises era eficiente y cumplían con exagerada responsabilidad los plazos de entrega, moviéndose con llamativa habilidad para alcanzarse una pinza, avisar al otro de un llamado telefónico, indicar tal o cual herramienta sobre el tablero, sin intercambiar palabra. Así hacían todo en la vida: desde tramitar documentos en los bancos hasta tomar decisiones que requerían acuerdo mutuo, como lo atestiguará cualquiera de los clientes fieles que supieron tener. Tres empleados, antiguos condiscípulos, acompañaban a los Luises haciéndoles de traductores entre sí cuando la complejidad de los mensajes excedía a un simple ademán. Pocholo Roncoroni, el Turco Armani y el Gordo Peucelle, andaban como un ballet en medio de carrocerías destripadas, motores en marcha, respuestos, fosas abiertas. Parecían asistentes de cirujanos en el quirófano, y todo hacía acordar a un cuadro de comedia norteamericana, donde los actores hablan más con el público que entre ellos. Aquella cortante separación entre la misma sangre parecía más consecuencia de una terquedad de carácter deportivo, que odio nacido de alguna rivalidad, una injusticia o un lejano mal entendido. Hasta que en 1977 llegó la fecha que la realidad suele disponer en su agenda sin que lo sepamos, para cerrar las cosas. Una camioneta y un Falcon cortaron las calles en cada esquina del taller. Los que bajaron no tenían uniforme ni los vehículos patente. Los que espiaban por las celosías cerradas aseguran que al que sacaron de la penumbra del taller como a muela cariada, era Luis María. Otros dicen que era Luis Alberto el que pataleaba sin poder deshacerse de los forzudos que le pegaban culatazos por todas partes. Cuando llegaron a la camioneta y lo estaban levantando para sumarlo al grupo de pobres infelices que venían juntando, fue que salió el otro, Luis Alberto o Luis María, con una llave cruz en la derecha y una francesa en la zurda, gritando manga de inútiles, es a mí a quien buscan, ese no tiene nada que ver. Después, fue ver muñecos que cayeron con la bocha destrozada a golpes secos. Aquel Luis, encendido de furia justiciera y puntería de cazador de nutrias se cargó seis al hilo. El otro, que parecía recién despierto, empezó a pegar trompadas, dando vueltas como una puerta giratoria, las manos endurecidas por la profesión. Al final, los dos quedaron espalda con espalda. Un instante único. Un largo minuto en el que se dijeron, sin palabras, respirando aquella maldita tozudez, la lealtad que los unía. Antes de llevárselos, los molieron a patadas en el suelo.
Los que saben que allí existió el taller Los Luises, cuando pasan frente a ese portón clausurado, creen escuchar a los hermanos contarse la vida entre mates y bizcochos de grasa.

Texto agregado el 18-08-2010, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
18-08-2010 Disfruté plenamente de tu trabajo.Mucha habilidad en la construcción del perfil de la historia.Me alegra el haber cliqueado acertadamente. emece
 
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