(Nota: Cada capítulo de "El Cura de Los Brujos" puede, en general, leerse en forma independiente de los demás episodios)
Cuando me siento en mi cama, percibo
que alguien también se sienta a mi lado
Los brujuleños se ríen a veces con resignación, otras, con filosofía, cuando los tratan de brujos. Para empezar, este sector no se llama “Los Brujos”. Es un antiguo apodo que los de más allá y los de más acá, vale decir los villorrios vecinos le pusieron por envidia o ignorancia.
Cuenta la tradición que los antiguos se sentían muy mal y enojaban cuando los llamaban así, hasta que uno de los párrocos les hizo ver que la ignorancia es atrevida y por eso había y habrá gente que insulte y abra la boca sin saber nada sobre lo que han visto u oído. Y lo peor es que lo hacen sin la menor intención de investigar o entender la verdad. Tratar de hacerlos comprender es como pretender pellizcar un vidrio. “No les hagan caso. A Jesús le pasó lo mismo”, dicen que concluía el padre espiritual del pueblo.
Por eso, los propios “brujulanos” (o brujuleños), se autodesignan así como algo natural y, cuando les dicen brujos, sonríen con conmiseración a esos ignorantes que, igual acuden a ellos cuando los necesitan.
A veces lo hacen con temor, porque es bien cierto que algunos brujulanos usan mal estos dones especiales con que Dios los ha favorecido. Estafan o se meten en terrenos vedados por la fe; o, para los que no la tienen, atropellan el sentido común y la prudencia.
Los sensatos, que son la mayoría enseñan a sus hijos un dicho en verso: “Si no quieres calamidades no te metas en maldades”, y tienen el cuidado de explicárselo muy bien.
Así mismo, he notado leyendo la historia parroquia que los párrocos que más han permanecido en el pueblo han sido los curas viejos como yo. En cambio, los jóvenes, como mi antecesor, no han sido capaces de afrontar la peculiaridad de estos buenos feligreses. Personas de mucha fe, vida comunitaria y con ganas de hacer el bien. Agradecidos por los dones recibidos del Altísimo.
Estos temas no siempre se enseñan en los Seminarios, y hasta se llegan a negar. No se dan cuenta de que, por ejemplo, si el espiritismo está prohibido, no es necesariamente señal de que no exista. Entonces, si los cura de años acertamos es porque los mismos años nos han enseñado que hay verdades y hechos desconocidos para nosotros y que no siempre estamos capacitados para entenderlos.
Mis antecesores y yo sin duda hemos quedado a menudo perplejos frente a ciertos acontecimientos.
No se puede llegar y lanzar anatemas o mandar de buenas a primeras al siquiatra a personas que han recibido dones poco comunes, con los cuales hacen mucho bien o se previenen males físicos, sicológicos o espirituales.
El “pare, mire y escuche”, recado que me dejó el padre Rosales es muy sabio. Lo tengo escrito frente a mi cama y me ha servido enormemente.
¿Qué pensar, por ejemplo, de lo siguiente que, confidencialmente les paso a narrar?
Habiendo llegado yo con un tec cerrado producto del golpe en Cerro Negro, Clemencia me hizo acostar. Yo quería ir al médico pero ella, medio “mandantonia”, me dijo:
Usted no irá al médico. Pronto vendrá la señora Anita a verlo. Y esto que le pasó va a ser mejor para usted.
Casi se me sale un ¿dónde la viste? de incredulidad. ¿Cómo iba a ser mejor para mí haberme caído y tener un derrame cerebral? Pero recordé el mensaje del padre Rosales: “Pare, mire y escuche”. O sea, que no me precipitara y reflexionara bien antes de hablar y de actuar o decidir. Eso me ha evitado muchos errores y herir a mis buenos hermanos con mis desconfianzas.
Bueno, Más sabe le diablo por viejo, le respondí sonriendo a pesar de mi severo dolor.
¿Así que vieja yo?, me respondió haciéndose la ofendida, espérese nomás. Tómese esto. Y puso en mis manos un vaso con un poco de agua donde había vertido unas gotas misteriosas, “de virtud”, porque yo que las tomo y al minuto experimenté gran alivio en mi cabeza.
Pronto llegó la buena señora Anita, pidiendo permiso para entrar. Saludó y se sentó en una silla que le acercó Clemencia al lado de la cama. Ya la conocía pero no sabía que era la Anita que vendría. Toda una señora: acogedora, suave al hablar, discreta y llena de bendiciones divinas, entre otras, ser catequista de Grima Baja, el sector más cercano al pueblo.
Empezamos a hablar sobre lo que me había sucedido. Yo la miraba con los ojos entre cerrados, pues hasta la luz de media tarde me molestaba. Le conté que pensaba ir al médico pero que Clemencia me “había ordenado” esperarla.
Como imitándome, entrecerró también ella los ojos y me dijo: Hagamos oración.
Los feligreses me han enseñado a ser pastor y a rezar. Hizo una plegaria llena de fe pidiendo a Dios por este su siervo sacerdote.
Cuando concluyó, se dirigió hacia mí tomando las riendas del asunto con una seguridad plena: Tal como usted piensa (yo no se los había dicho), veo un tec cerrado, como dicen los médicos.
¿Usted ve eso?, pregunté asombrado. Sí, y para asegurarle, le diré que usted pasó pésima noche, con desesperación. ¿Siente como si le estuvieran cargando la cabeza con una tonelada de ladrillos. Sí. Usted no puede mirar hacia el lado sin girar la cabeza, ¿no es cierto?
Hice la prueba. Mis ojos estaban fijos y tuve que mover la cabeza para mirar hacia el lado.
Usted no puede escribir bien.
No sé, no he escrito.
Clemencia se había adelantado y me pasó papel y lápiz. Traté de escribir. Trastocaba letras y me fue imposible escribir una frase siquiera.
Y se le está durmiendo el lado derecho.
¡Era cierto!
Si usted va al médico, él le mandará hacerse un montón de exámenes. Electros y escáner. Después comentará: Murió porque tenía un coágulo en el cerebro. Esta noche lo atenderán los hermanos y ya mañana amanecerá mejor y fuera de peligro.
¿Quiénes me atenderán?
Vendrán unos hermanos y lo atenderán.
¿Qué hermanos?
Los médicos astrales, porque será una operación astral. Clemencia, ¿puede buscar un paño blanco o algo blanco para colocar sobre la cama del padre?
Ya lo tengo, y los dos litros de agua hervida ya se están enfriando. Descuide usted.
Reaccioné fuerte:
¡Pero si eso es espiritismo!
Yo lo sabía y había escuchado que eso hacían los espiritistas.
Padre, ¿usted me ha visto invocando espíritus?
¡No, pero lo hará seguramente!
¡No lo haré, padre!
¿Entonces cómo?
Espiritismo sería invocar espíritus para que vengan a operarlo. Pero eso, no es que no exista, sino que está prohibido por la Biblia. Yo no llamaré a ningún espíritu. Soy una persona que recibe mensajes. Lo veo a usted como si yo fuera un escáner. Estoy viendo su coágulo, aquí (y me tocó cierta parte de mi cabeza), Y me dijeron que hay que operarlo o de lo contrario muere. Yo recé con usted al Padre y no a los espíritus. Lo único que digo es repetir el mensaje que recibí: “Hay que operarlo”, y lo escribo en esta hoja que traigo. Eso es todo. Nada que ver con llamar a espíritus.
Esto se lo expliqué y operamos al padre Rosales muchas veces y él lo entendió. Por eso duró con nosotros tantos años.
¿Y cómo podríamos llamar a este procedimiento si no es espiritista?
Bien. Podríamos llamarlo espiritualista.
¿Y cómo operan?
Padre, su cabeza se conmovió más al pensar que esto era espiritismo, y eso es peligroso. Se lo explicaré mañana si usted quiere y confía en mí.
Yo había tomado mi decisión al sopesar sus explicaciones, porque aunque no veía del todo claro, lo seguro era que no había espiritismo en esto. Además, a ella la veía, sin saber su nombre, cada domingo en misa, rezando y comulgando con mucha unción. Y estaba en la lista de muy buenas catequistas que había dejado el padre Rosales. Le dije:
Señora Anita. Me gusta que mis feligreses confíen en mí. Yo también debo entonces tener confianza en ustedes. Confío en usted, señora Anita, y le agradezco su ayuda.
Gracias a usted, padre.
Usted me ha tenido paciencia.
Es normal esta reacción cuando las cosas son desconocidas para uno. Descanse tranquilo. Ahora tome esta sopita liviana que le trae Clemen-cia, porque ha perdido fuerzas.
Yo miré el Breviario que rezamos los consagrados diariamente, y doña Anita, adivinando, añadió haciendo la señal de la cruz sobre mí como absolviéndome. Lo dispenso del rezo. Y se rió.
Gracias, señora.
Esta noche a las 11 vendrán. Y lo harán durante siete noches. ¡Ah! Guarde tres días de reposo absoluto. Es peligroso si se levanta. Clemen-cia, usted lo amarra al catre si quiere levantarse.
No, con un golpe en la cabeza bastará, respondió ella. Buenas noches, padre curita. Buenas noches, gracias, dije con voz traposa.
Aunque lo deseaba no podía dormir, y cuando lo hice pesadillas continuas me hacían desvariar.
El cucú del comedor me despertó a las once de la noche y sentí curiosidad. Esperé atento con los ojos cerrados. De pronto, una sensación como de presencias invisibles vibró en el aire, que pasó por mí como una suave brisa. Sentí ruido de arsenalería, una especie de corriente indolora recorrió mi cuerpo y... me dormí.
Tarde y más lúcido desperté al día siguiente. Cansado y adolorido, sin ganas de levantarme. Cabeza abombada. Clemencia me sirvió algo liviano y sabroso. Por la tarde me visitó la señora Anita. Siempre su presencia despierta paz y alegría.
Ya no está el coágulo, me avisó. Pero no se mueva, porque es una verdadera operación al cerebro. Sólo que no se ve herida ni sangre.
¿Cómo operan, señora Charo?
Una vez me sacaron en un viaje astral y pude verlo, aclaró con sencillez. Es todo un equipo de expertos, médicos y enfermeras. Usted anoche quiso saber algo, pero lo durmieron, lo anestesiaron, le sacaron el aura hacia un lado y lo operaron en el aura. Luego, regresaron ésta al cuerpo y listo.
Si yo no hubiese querido operarme, me habrían operado?
No, pero yo sabía que usted no se opondría. Recibí también ese mensaje.
¿Quién le habla?
Algunos dicen que es el Padre Dios pero yo creo que él delega a un profeta o algún santo, porque el que me habla lo hace con acento francés, y es de buen humor, muy alegre. Algún día le contaré de tantos mensajes y visiones que he tenido. Cosas muy hermosas que despiertan mi agradecimiento y fe en Dios. ¿Por qué Dios me habrá dado tan gran regalo? No lo sé, padre. Soy una mujer común y corriente.
Nos pasa a todos, señora Anita. ¿Por qué Dios me eligió a mí, que no soy gran cosa, para ser sacerdote? Un gran don de Dios es este de ser sanador de almas entre otras cosas. La respuesta está en que Dios lo hace porque él quiere y nos ama.
De a poco fui sintiéndome mejor como para continuar con mi trabajo habitual. Pero la señora Anita no me soltó. A fines de mes fui operado de los pulmones que “tenían una sombra por ahí”. Y otras operaciones.
Me acuerdo que una mañana desperté tarde. Me había quedado dormido. Y me di cuenta, para vergüenza mía, que estaba orinado.
En ese momento entró Clemencia con ropa entre sus manos. Poniéndome rojo empecé a contarle lo sucedido, para que después cambiara la ropa de cama. Reía mientras le contaba.
Sí lo sé, padre. Me lo advirtió la señora Anita. No se aflija. Es que lo operaron de los riñones anoche. Y por eso traigo estas sábanas...
Mucho hemos conversado con la señora Anita durante estos largos años de estos temas, de sus visiones y mensajes, que son, según pienso, ventanitas que se abren a la eternidad.
Declaro que estoy vivo gracias a Dios que a través de estos medios curiosos y callados me deja seguir haciendo algo por la extensión de su Reino. Poco menos que me han “reencauchado” entero. Siempre digo que estoy viviendo de yapa. Y así parece ser. Dios sabe.
Noté que antes, cuando subía a las partes altas de la parroquia me afectaba la presión. Después de los múltiples tratamientos me he sentido tan bien por años, que nada me afecta cuando subo a las comunidades de la montaña. Se lo conté a Clemencia.
¿No se lo dije, padre curita, que con su accidente iba a salir ganando? Mire de cuántas cosas lo han sanado. Está más lolo que cuando llegó...
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