Lo siento – susurró el doctor.
Y comprendí que había perdido. Que, finalmente, aquello había podido conmigo. Mi mirada huyó hacia la ventana, incapaz de soportar la compasión que impregnaba el aire de aquel cuarto, ahogándome, asfixiándome, recordándome que todas las horas de angustia, las noches de insomnio y los meses de lucha no habían servido de nada. De repente, tus ojos se encontraron con los míos, declarando, en silencio, que seguirías a mi lado. Y recordé nuestros planes, nuestras metas, las innumerables veces que habíamos fantaseado juntos.
Apreté tu mano en un desesperado intento de aferrarme a la vida, rezando, por primera vez, para que me concedieran un indulto. Un mes. Un día. Una hora sería suficiente.
Me sorprendí al notar la humedad de mis mejillas y me di cuenta de que, en esta ocasión, no me avergonzaba que me vieras llorar.
La calidez de tu triste sonrisa entibió mi corazón que se esforzaba por seguir latiendo en un cuerpo que ya no respondía. Y susurraste en mi oído las palabras que llevaba años ansiando escuchar.
Te amo.
Incrédula, observé tu rostro detenidamente, intentando encontrar la lástima que podría haberte llevado a mentirme. Pero no hallé en él más que ternura y, por primera vez, reparé en el modo en el que brillaban tus ojos cada vez que me mirabas. Y me percaté de que todo había valido la pena. Cada lágrima. Cada esfuerzo. Cada instante de dolor me había llevado a aquel momento.
Casi sin fuerzas, te devolví la sonrisa. La muerte acechaba y, sin embargo, ya no la temía. Tu habías hecho realidad mi último sueño. |