El Bobo de la Curuba
(por Armando Córdova Olivieri)
Su mirada parecía flotar frente a él cuando se le veía desde lejos, parado a la orilla de la carretera. Sus gruesos anteojos limitaban su mundo de ingenua ignorancia dentro de una avanzada miopía. Siempre estaba sentado de cuclillas al lado de sus bien organizados paquetes de curuba que ofrecía en venta a los turistas que transitaban en sus modernos automóviles por la carretera trasandina a la altura de los fríos páramos merideños.
A veces transcurrían horas sin que algún viajero pasara. Durante ese tiempo permanecía inmóvil, siempre con su mirada fija en algún lugar a infinita distancia. Sus pensamientos de simple estructura, oscilaban entre pájaros verdes que anunciaban la lluvia y los destellos del sol que se colaban entre las huidizas nubes. De pronto, a lo lejos, escuchaba el motor de un automóvil que se avecinaba por la carretera en su trayecto hacia la cima del páramo. Era en ese instante, cuando dirigía su mirada hacia su eventual cliente, quien se acercaba serpentaente por la sinuosa carretera. Siempre experimentaba la misma sensación de hormigueo y emoción al pensar que en esa oportunidad, si vendería algo de su mercancía, la cual, recolectaba durante largas travesías por entre los caminos del páramo. Sin embargo, para el viajero que conducía su automóvil la escena era otra. En la medida en que se avecinaba lo que podía distinguir era a una persona sentada en cuclillas al lado de unos montoncitos de una fruta verde amarillento que a duras penas sugerían su venta. Era justo cuando el automóvil pasaba frente a él, cuando éste erguía su cuello para balbucear, después de haber estado tanto tiempo sin articular una sola palabra: ¡Cur! ¡Curu! ¡Curub! ¡Curubaaaaa!
El Viajero, por su parte, encerrado en el confort de su automóvil con calefacción, aislado de todo ruido exterior por el volumen y alta fidelidad de su reproductor de CD, sólo veía a alguien que pronunciaba desaforado unas palabras cuya lectura labial sugería no otra cosa que un morboso insulto, ante lo cual, respondía después de abrir sus vidrios automáticos con un sonoro: ¡Eso será tu madre infeliz!
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