Don Prudencio creía que cuando se tiene un amigo bueno, todo lo que nos relacione con él debe ser óptimo. Aprendió de chico con su padre que si se le da una patada al perro de alguien a quién uno aprecia, podría ser que éste no dijera nada, pero no significaba que le había gustado. También le daba importante seguimiento a todo aquello que regalaba como elemento de consolidación de una amistad.
Y, por cierto, una tarde que recorría el norte de la isla descubrió un paraíso dentro de otro. Era un paréntesis climático provocado por un bloqueo montañoso que hacía de la capa superior del suelo un abono natural para los frutos tropicales. Pero, mejor que eso, en el centro de dicha zona, se encontró con Bertilio, con quién en su juventud y en el sur del país compartió días aciagos. Efectivamente, fueron tiempos en que a mayor número de hombres y armas, prevalecía mayor liderazgo. En ese entonces era un territorio manejado por gavilleros bien armados.
Afortunadamente para ellos esos tiempos habían pasado y se gozaba de un gobierno central y del libre tránsito por todo el ámbito nacional. Fue por ello que don Prudencio al, a todas sus anchas descender por aquel sinuoso camino vecinal, vio el perfecto trazo topográfico de un vallecito rico en vegetación y abundantemente irrigado. Sin titubear y por entre cocoteros, cafetos y palmeras enfiló su máquina hacia la casita que desde la distancia parecía el trono de un rey.
Realmente sorprendido, su amigo se sintió complacido con el inesperado reencuentro y el día que a partir de ahí se gastaron fue inolvidable. No faltó el cafecito de entrada y el combinado de frutas y el paseo por la propiedad, también, el guiso de un chivito con sabor al orégano de la campiña, los traguitos de ron, la tertulia y una promesa del áuto invitado de enviarle en reciprocidad su mejor caballo. Bertilio agradeció el obsequio y le dejó abierta y a su acomodo la disposición de recibirle las veces que él quisiera.
Cuando trajeron al animal, el compañero de antaño de don Prudencio, pensó usarlo como un alivio a las bestias existentes. Creyendo que sería una opción más para su recua en el arreo de agua y víveres entre el poblado de Altamira y la estancia. Y así fue: porque al joven y nuevo elemento se le asignó dos veces por semana el acarreo de géneros. Pero sin saberlo Bertilio tocó el lazo tenso de la discordia.
Porque pasó, que sin avisar don Prudencio bajaba en la dirección del rancho de su amigo, cuando el animal subía con dos árganas terciadas llenas de batatas. Y por un impulso fuera de control apretó la palanca del freno y apagó el motor del jeep, mientras lleno de cólera se puso a contemplar el indigno espectáculo. Luego, por un instante, vaciló entre seguir o regresar a la capital. Optó por lo último y antes de girar echó un último vistazo al paisaje que ponía a sus espaldas.
Contrario al sol, la carretera principal descendía, pero su rabia en oposición le obnubilaba el camino y la solución. No fue sino hasta acercarse a la gran urbe, cuando concibió la idea de mandar a robarse el caballo.
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