LA EPIDEMIA
Cuando el extraño suceso se les escapó de las manos a la medicina, y lo que era más dramático aún, a la epidemiología, fue que finalmente recurrieron a mi; no porque yo sea un experto en el tema, sino porque tuve la intuición de que algo estaba por ocurrir y lo vaticiné, quizás como una triste premonición, en mi último artículo publicado un año atrás en una revista de divulgación científica.
Grandes epidemias habían ocurrido en todos los siglos causadas por los más diversas gérmenes. No viene al caso enumerarlas en estos párrafos. La diferencia radica en que ésta no tiene marcha atrás y sus consecuencias son impredecibles para la humanidad.
Al principio las muertes eran imperceptibles para el común de la gente. Las definían como muertes súbitas sin una causa aparente, como un síndrome de nuestros ajetreados tiempos actuales. Creían que detrás de estas expiraciones estaba simplemente el stress de la vida moderna.
Corroboraron luego, que las defunciones seguían un patrón epidemiológico exponencial. Las víctimas sufrían un repentino desmayo y morían en el lugar, sin dejar evidencias de su etiología. Todos los días la población mundial era diezmada como si se hubiese desatado una guerra invisible. La medicina no logró encontrarle una explicación a estos misteriosos acontecimientos.
La historia comenzó cuando un joven médico forense descubrió, casi al azar, mientras leía las historias clínicas, que las muertes seguían un patrón común de conducta. Ocurrían a la hora y fecha exacta de nacimiento de las víctimas. Comprobó que la primera defunción coincidió casualmente con la publicación de mi artículo.
Cuando el doctor vislumbró cual podía ser la causa, la extraña epidemia se lo tragó el día de su cumpleaños. La policía se hizo cargo de la investigación (infructuosamente) para derivar, luego de meses de fracasados intentos por llegar a la verdad, y de varias muertes extrañas, en le mesa de mi despacho.
Según mi tesis expuesta en la ponencia, (nada nueva por cierto), llegará un día en que la tecnología inexorablemente prescindirá de nosotros, de todo lo humano, liberándose del dominio del hombre sobre ella, y tornándose en un peligro real para la humanidad. Yo decía, si mal no recuerdo, que quizás era el hombre mismo que estaba programando en cierta forma su aniquilamiento en forma ordenada, transformando los nacimientos en muertes, para lograr así, el control de la superpoblación y de esta manera asegurarse la supervivencia de la especie. Ese día parecía que estaba llegando más rápido de lo que yo me inventé en la crónica.
Con todos los papeles sobre la mesa, el desenlace se hacía evidente. Los días corrían y la fecha de mi aniversario se acercaba como un barco cañonero apuntando hacia mí. Utilicé todas las armas que tenía a mi alcance para evitar ser devorado por la epidemia.
Así lo declaré en aquella revista, al final del artículo suicida, donde decía yo, que me quedaban apenas sesenta minutos de vida. Se estaba cumpliendo con la profecía: el día y la hora exacta estaban al acecho, se acercaba el nacimiento de mi propia muerte.
La salvación, una vez más, vino de lado de la escritura. Me llevó una hora reescribir el artículo, cambiarle el final y festejar en paz mi aniversario.
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