Se quedaron callados, pensando, o quizá tratando de recordar algo de sus vidas exteriores. Un hecho definido, un pequeño haz de superficie (ahora tan lejana e irreal) que los animara un poco.
- No conozco el sur - dijo Juan. Luego con el ceño fruncido y los puños apretados agrega -, quiero ir.
- Las oportunidades nunca faltan; ademas, eres joven - Ramiro le replica con ternura, paternalmente. Es un muchacho tranquilo que se merece buenas cosas pensaba al mirarlo.
- El único viaje que haremos todos - rezonga el Mono -, es a la otra vida -. Tenía la boca seca y una sed incontenible le quemaba la garganta. Las manos temblorosas y un extraño brillo en los ojos le daban un aspecto demencial. Era un alcohólico agresivo y la situación lo desesperaba. Culpaba a Ramiro por no haber puesto más pilares y a Juan por no fijarse. Y se queda ahí, mirando al adolescente con los ojos inyectados. Lo insulta, y cuando termina de hacer su venenoso descargo en sus labios resecos se había formado un hilo de espuma. Ramiro lo hizo callar, le grita que se tranquilice, que nadie tenía la culpa.
- Los accidentes son difíciles de predecir y este es un trabajo peligroso, la posibilidad siempre existe - agrega resignado. A sus años Ramiro era un hombre introvertido, mesurado, con el temple fraguado en el trabajo duro.
Juan, dolido, observaba una piedra que tenía en la palma de su mano, nada especial, solo una piedrita en donde posar la vista, para no cerrar los ojos, para no mirar el entorno.
Aún molesto el Mono se comía las uñas.
Por enésima vez Ramiro fue a revisar el murallón que los tenía atrapados en esa pequeña galería subterránea. La burbuja de aire que los mantenía vivos se extinguía, perceptiblemente, en cada exhalación. Volvió.
- No podemos hacer nada, solo esperar.
El Mono, con la sangre hirviendo, vociferó que se iban a morir asfixiados, que llevaban más de quince horas ahí y que tenían que hacer algo. No obstante Ramiro mantuvo su idea, seguramente los rescatistas estaban cerca.
- ¡No, no vamos a resistir! - El Mono se para enfurecido, toma la picota y empieza a golpear la pared.
Los de afuera se detienen, escuchan una pulsación, un crujir de tripas minerales y luego, una calma absoluta.
Por los intersticios de las piedras empezó a emanar, lentamente, un polvillo gris.
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