El día estaba helado, ella caminaba rumbo a la plaza cerca de la estación para despejarse de tanto trabajo y estudio semanal viendo a los niños correr tras las palomas y manejar autitos a cadena y pedal. Ella constantemente miraba al cielo un poco nublado tratando de descifrar las frases que el viento recolectaba en sus oídos, y la idea de que fuese un poema lejano y viajero la hacía sonreír de la nada. Cerraba sus ojos algunas veces, ya que el polvo que se elevaba muchas veces la atacaba. El pelo largo de su cabeza revoloteaba tanto como las hojas de los árboles y sin prisa, quiso contrarrestar el frío al prender un cigarro. No sé si esperaba a alguien, pero muchas veces miró a su alrededor como si buscara a una persona que jamás llegó. Frotaba sus manos y soplaba entre ellas a menudo. Una semilla de eucalipto cayó frente a ella y se levantó a tomarla, aún estaba verde en ese entonces, miró su reloj y decidió partir de vuelta. No notó que un joven la seguía en su trayecto a pesar de que sí lo había visto. Él se adelantó un poco y dobló una esquina escondiéndose. Al llegar a esta esquina el joven la saludó indicándole que no se asustara, que él, como ella, disfrutaba también de las tardes heladas de aquella plaza. Sonriente él metió sus manos a los bolsillos y sacó un par de guantes rojos que tenía de sobra, se los ofreció a la hermosa muchacha y caminaron juntos. A los pocos días ya no compartían la plaza sino que también algunas películas y quién sabe si el amor al cabo de un tiempo. Hoy esa semilla verde es café por el tiempo, esos guantes rojos están desteñidos, la niña y el joven ya no son adolescentes, los árboles crecieron, las palomas quizás no sean las mismas, los niños probablemente sean jóvenes ahora, pero el viento, el viento siempre sopla sus nombres en aquella plaza todas las tardes heladas.