En aquel apartado y solitario lugar, los perros eran legítimos integrantes de la comunidad. Ninguno tenía dueño pero todos actuaban como si lo fueran, dando siempre cariño al perro que lo visitara. Durante la larga y fría noche, los perros se encargaban de vigilar los alrededores para dar alerta oportuna de los intrusos, en señal de retribución simbiótica. Cada perro en su garita emitía periódicamente su informe de tranquilidad a todos los demás. Quienes los conocíamos bien, podíamos llegar a entender que fulano o pascual merodeaba por la zona, puesto que todos teníamos nuestro nombre en su lenguaje canino.
Una de esas madrugadas, se escuchaba que discutían ajetreadamente algo sobre mí. Parecía una asamblea y que algo importante decidirían. Al día siguiente todos los perros yacían en torno a mi tumba en espera de una explicación.