No es posible. Soy yo distorsionada, al menos eso espero. Muchos espejos han pasado frente a mí y en todos ellos he visto, o he creído ver, mi reflejo. Ahora lo dudo.
Todo empezó un frío día de otoño cuando yo miraba fijamente a través de la ventana del salón. Las hojas de las dos moreras del jardín parecían bailar con ritmo acalorado y la suave lluvia, que caía desde el amanecer, recorría los viejos surcos de sus troncos animada por el viento del oeste. En el empedrado del patio los colores cambiaban de un día para otro. El lunes, sin ir más lejos, un día despejado con lluvia intermitente, se podía distinguir el gris del pavimento; el martes, el patio adquiría un color anaranjado precioso, de verdadero otoño, gracias al gran chaparrón que la mañana nos había regalado y al reflejo rojizo de las majestuosas moreras en el inmenso charco que descansaba tranquilo en medio del patio. Y entonces sucedió…
Sin saber cómo, me encontraba dentro de una inmensa laguna en el patio de mi casa, una casa de más de cien años que siempre había albergado ciertos enigmas y que a bote pronto todos se agolpaban en mi cabeza. No me lo podía creer. Me encontraba en medio de suaves y verdes montañas rodeada de muchos otros que, al igual que yo, estaban felices y bailaban alrededor de una gran hoguera. No conocía a nadie y nadie me conocía. El anonimato me daba seguridad y todos mis actos eran puro reflejo de mis verdaderos sentimientos y estado de ánimo. Sólo tenía que mirar a mi alrededor para poder ver y sentir la felicidad de aquél instante. Porque esto duró un instante, lo que dura una tímida mirada de enamorada hacia el chico que nunca sabrá de su existencia. Y empezó a llover fuertemente. Y todo terminó. Las violentas gotas escupidas sobre el gran charco, borraron en un santiamén todo recuerdo reflejado en mi memoria, una memoria inventada por necesidad y por la falta de remembranza. Desde el salón, sentada cómodamente, seguía mirando cómo la lluvia cambiaba el aspecto del paisaje, cómo los pájaros desaparecían y cómo los paraguas eran el único horizonte de la calle principal de mi pueblo. Me levanté y caminé hacia la cocina para prepararme un vaso de leche caliente con galletas. Al atravesar la puerta, los ojos miraron con extremada atención hacia el espejo que reposaba sobre el aparador de la bisabuela, en el corredor hacia la cocina. No supe qué miraban; yo veía lo mismo de siempre: los cuadros del abuelo, los tapices del tío abuelo muerto por amor en la Conchinchina, el perchero que el abuelo regaló a la abuela tras una discusión mercantil, las plantas medio vivas por falta de riego por mi parte… Todo estaba igual; sin embargo, mis ojos insistían en prestar más atención. Y repentinamente lo vi. De nuevo era mi reflejo.
Estaba feliz al lado de mis primos y de Alejandra, mi abuela. Ella nos disfrazada con ropas viejas de sus abuelas y nos pintaba los morros, como ella decía, para dar más ambiente a la fiesta privada que casi todos los fines de semana de invierno teníamos en esta misma casa. Pasábamos horas en una alcoba llena de baúles y trastos viejos que a nosotros nos encantaban y con los que vivíamos inexplicables y emocionantes historias. Cuando estábamos listos, nos hacía salir al salón dónde el abuelo descansaba y, entonces y sólo entonces, las risas y las lágrimas de mi abuela daban ambiente de felicidad y de fiesta. El reflejo de aquella época está guardado en el espejo favorito de la abuela y nunca, hasta hoy, me había dado cuenta. Seguramente que por eso el estado del mismo es perfecto; nada ni nadie que se trate con cariño y respeto podrá deteriorarse y el espejo es prueba de ello. Mis ojos reflejaron mi memoria y grabaron un pensamiento: “cuando te sientas sola y triste mira, mira a través de todos y cada uno de tus espejos, en ellos encontrarás lo que tu sufrimiento intenta ocultar y recordarás; recordarás felicidad y amor”. Otro recuerdo de mi abuela reflejado en el espejo de mi memoria.
|