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Lo vi alejarse con su andar trémulo y defectuoso. Era un anciano de mirada profunda y enormes surcos en el rostro. Nunca supe su nombre; apenas me saludó con una sonrisa esquiva y se despidió agitando su mano derecha. Su imagen, una silueta grisácea atestada de costras y sarpullido, me recordaron a mi abuelo; su tristeza, sufrimiento y las últimas palabras que le escuché decir antes de que muriera de cáncer. Era una noche tranquila, una de aquellas en las que inevitablemente pensamos en nuestra existencia. Las farolas de la terminal interprovincial y el silencio de los alrededores -cosa poco habitual- se prestaban para que mirara con detenimiento a aquel anciano que se extravió entre los autobuses. Me preparaba para viajar; durante gran parte de mi vida me había desplazado de un lugar a otro, muchas veces por el temor de enfrentar los problemas, muchas veces por huir de personas y caminos ya recorridos que me causaban dolor. Mi vida nunca había sido placentera; había estado cubierta de una costra densa y pesada, similar a la de aquéllos que deambulan por la ciudad en busca de comida y cariño. De aquellos años, ahora pienso, no ha quedado poco; continúo siendo el mismo, salvo que ahora trato en lo posible de enfrentarme con la contrariedad y la suerte. Cuando envejecemos las cosas toman un matiz distinto; una tonalidad sombría y nostálgica que nos mueve a hacer un recuento de lo vivido. Creo, firmemente, que ese ha sido el motor que me ha impulsado a tomarme las cosas con más responsabilidad. Por ello pienso en ese anciano. Su suerte no me es ajena; al fin de cuentas, somos como aquellos seres que se gastan la vida en las calles, que se pierden en el aroma de una lata de pegamento. Para la gran mayoría ellos son la enfermedad. Para mí, la enfermedad somos nosotros. Pienso que ellos son los síntomas, las manifestaciones del pensamiento y los afectos de nuestra sociedad. Culpamos al resto de lo que nos pasa y de lo que les pasa a ellos y no nos percatamos de que nosotros también aportamos al malestar con nuestros prejuicios, con nuestra intolerancia, con nuestro descaro y falsedad.
Cuando aquel anciano se perdió tras el portón principal, no pude evitar pensar en la suerte que luego correría. ¿Hasta qué punto me involucré y fui capaz de auxiliarlo? Presiento que, pasado ciertos límites de nuestra visión, de nuestra vida cómoda y alevosa, somos incapaces de velar por el bienestar de los demás.


Ronald Escalante R.
Martes, 24 de julio de 2007

Texto agregado el 09-08-2010, y leído por 163 visitantes. (1 voto)


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