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Mis amigos me llamaban y yo no sabía si contestarles o no. Era difícil, en medio de todo, poder decir algo sincero, algo que no fuera tan claramente un alegato del egocentrismo. Es verdad que yo quería ser algo mucho mejor de lo que era; alguien que significara y otorgase un regalo hermoso para el mundo. Lo que no me quedaba tan claro era el objetivo de ese sentido. No sabía si eso solamente proseguía un estímulo grandioso en donde el principal resultado sería la alabanza hacia mí mismo, o en cierta forma podría corresponder a una especie de filantropía desinteresada, si es que tal cosa existe.

Porque, ¿Quién era yo finalmente? Fuera de las contribuciones metafísicas o extravagantes, me era imposible responder esa pregunta en un ámbito concreto sin sentir que estaba siendo estafado por aquel empalagoso grillo esotérico bienpensante que ronda las pseudorespuestas trascendentales. No me era fácil identificarme con cualquier ámbito. Ni con una profesión, gremio o apartado social. No era capaz de hacerlo porque en el momento de conseguir ejecutar algunas de las acciones de cualquiera de estos me sentía muy mentiroso y falso. No era yo. Porque yo sólo parecía tener certeza en la negación.

Con el tiempo, cada vez me fue siendo más cómodo el silencio. Al principio era extraño y no estaba acostumbrado. Pero pronto me di cuenta que no tenía nada más que decir, ni nadie a quien decírselo. No es que haya dejado de sentir o de pensar; no se trataba, quiero decir, de anhedonia. No era depresión aunque algunos podrían decir que se le parecía. Estoy seguro de esto porque en ciertas instancias lograba experimentar una profunda felicidad que al mismo tiempo me resultaba agónica. Era un tipo de felicidad llena de tristeza que comenzaba a destilar de la cabeza a los pies, hasta que todos mis pensamientos quedaban sumidos en esa sensación.

No podría precisar el punto exacto en que comencé a desconectarme, y no creo que tenga mucha importancia. Lo que sé es que lentamente fui abandonando las viejas rutinas, seguras y cálidas, aunque también pobres en sensaciones y con ciertos atisbos constantes de mediocridad. Tampoco estoy seguro de que haya sido muy consciente del proceso que como consecuencia lógica te lleva a enfrentarte al vacío y la inminente carencia de importancia de las cosas. Esto puede saberlo cualquiera porque es muy evidente. Abandonar lo seguro te arroja a la gelidez del desierto. Fuera de la actividad esa confusión puede viciarte hasta no dejar nada en ti.

Existía una alta probabilidad de que lo que me sucedía era que estaba cegado por la rabia. No sabía bien de dónde venía, aunque podía hacer conjeturas más que pasables. Quizás sentía rabia por todo lo que había vivido e incluso con lo que otros podían vivir, quizás era una manifestación levemente más elaborada que la frustración del adolescente que no puede salir a recorrer el mundo y debe quedarse en casa, asistiendo una serie de obligaciones que le resultan abominables. Eso sí, sería deshonesto de mi parte decir que me sentía así siempre. Había momentos en que la belleza sublime del mundo me hacía doblegar, y no me quedaba otra opción que perecer lentamente a su encanto, en una tranquilidad fuera de los propósitos y los sentidos.

Entonces comencé a escribir un pequeño relato. Antojadizamente quería que se llamara “El Asesinato”, aunque el nombre se me ocurrió luego de escribir varios párrafos. Era un relato cortado, friccionado y psicologizante sobre mí mismo comparándome con alguien a quien yo veía muy sano. Al momento de empezar estaba muy influenciado por la imagen de un tipo que había conocido recientemente, pero como no podía ser de otra forma, el texto fue girando invariablemente hacia mí. Eso me molestó, pero no podía renegar el estímulo inicial, que me decía que para intentar comprender el material del mundo debía partir por comprender mi propio material. Hubiese preferido que el texto se concentrara en él, una persona notable y noble, alguien digno de ser. Humilde, perspicaz y filántropo.

Al cabo de unos días dejé de escribir, inundado de asco. Interrumpí el trabajo porque estaba sumiéndome en una masa repulsiva que enrostraba en mi cara palabra por palabra, intentando validar cada línea, cuestionándolo todo. Hubiese continuado de saber que eso tendría algún sentido después, o quizás en perspectiva convertirse en una expresión estéticamente salvable sobre cualquier cosa. Pero me detuve porque sólo me veía a mí mismo, y esa imagen me perturbaba. Aún así, no podía escribir sobre nada más. Lo intentaba, pero abandonaba rápidamente, esta vez imbuido por la intrascendencia y la certeza de que lo que estaba haciendo carecía de cualquier interés para cualquier ser humano.

Mis pensamientos sobre el mundo estaban más vivos que nunca, pero mientras más sabía y más sentía lo que sucedía allí afuera, menos necesidad tenía de volver a contactarme. No había nada de lo que yo pudiera decir que no hubiera sido dicho antes; no había nada en lo que pudiese hacer yo que marcara la diferencia en el ámbito que fuera. Me abría a la posibilidad de entender casi intuitivamente el funcionamiento de aspectos muy complejos y versátiles, que por su volumen me empequeñecían haciéndome aceptar paulatinamente mi lugar y objetivo en el universo: ninguno.

Podía salir allí afuera y hacer algo. Podía por ejemplo, coger mis brazos y cargar ladrillos. O cantar. O actuar. Podía hacer un sinnúmero de las cosas que la gente suele hacer, incluso simultáneamente (cantar mientras cargo ladrillos), pero secretamente estaba el veneno corrosivo que minaba mi motivación; aquella perentoria relatividad que me indicaba que hiciese lo que hiciese, desconocía el impacto de mis actos. Simplemente con salir de mi casa podía terminar ocasionando una guerra, o una gran revolución del amor, o bien nada. El punto es que no tenía control para determinar con certeza lo que iba a ocurrir, aún cuando tuviese el propósito de orientarlo todo en una dirección. Sólo podía rendirme ante la ignorancia, mientras la incerteza carcomía mis deseos sobre el futuro, revelándolos como totalmente ingenuos.

Ya sé que pensar eso es ir demasiado lejos. Que “estar” se trata de aceptar vivir a ciegas, de penetrar el futuro como envuelto en una neblina impenetrable que sólo te facilita la visión un par de metros. Ya sé eso. Ya sé que se puede encontrar felicidad de vez en cuando, como cuando en una ensalada de frutas encuentras el trocito favorito de alguna que te guste. Lo que sucedía en el fondo es que comenzaba a perder el deseo de salir allí afuera a probar la ensalada que fuera, prefiriendo adentrarme más y más en un camino sumamente turbio del cuál no tenía ninguna certeza, porque en ese camino lograba sentir que podía doblarle la mano a la predictibilidad, y al penetrar lo desconocido, también asumía la probabilidad de descubrir algo mejor.

No odiaba al mundo. Ni lo odio ahora tampoco. Es al revés. Me sumerjo en muchas memorias y las voy completando a mi antojo y constantemente. A veces me pierdo, y otras veces me encuentro. Y cuando me encuentro logro ser feliz por un instante de una manera tan intensa que me hace temblar. En algunos momentos, cuando logro salir de aquí y caminar entre la gente, disfruto profundamente del silencio y miro sus rostros. A veces amo mucho a las personas y quisiera decirles algo. Lo que fuera. Si bien lo único que quisiera en verdad contarles es que los amo en ese momento; es pedirles que me permitan disfrutarlos sólo por un instante, antes de que me desintegre por dentro y pierda toda razón de ser.

Algunas noches sueño que puedo volar. Por las mañanas nunca ha habido un mejor aroma. La tierra está muy húmeda en mis manos, y mis dedos muy fríos. Si miro a lo lejos el viento lo borra todo y se confunden a la distancia las siluetas. Me doblo fácilmente; todo sea por mirar las nubes, por alejarme suavemente al horizonte, por estremecer la noche cada día y perder la noción del tiempo absorto en algo que no entiendo. Hace mucho frío, llueve mucho, pierdo mi nombre, mi sombra, mi cara. De pronto me observo nuevamente y esta vez no me reconozco. Es un rostro ajeno, ese no soy yo. Yo soy la bufanda de ese rostro, el pelo y la ropa, porque si le miro a los ojos me quiebra no descubrir nada.

Cuando sueño de ti es como una tormenta. Tus ojos siempre brillan, iluminas la noche más oscura.

31.5.10

Texto agregado el 08-08-2010, y leído por 203 visitantes. (0 votos)


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