Chile vs. Venezuela, partido amistoso: La expectación por ver a la selección chilena era muy alta en los temuquenses. La ciudad siempre se ha caracterizado por un ímpetu futbolístico a prueba de balas (concertando miles de espectadores incluso en duelos de tercera división), por lo que era evidente que representando a La Roja se iba a llenar. Las entradas se agotaron como dos semanas antes del cotejo, donde se enfrentaba un seleccionado de prueba y casi sin figuras, contra la selección alternativa de Venezuela, en uno de los últimos amistosos en vías de llenar los cupos finales de aquellos que irían a jugar el mundial.
Cinco horas antes ya había un buen número de fanáticos. Entre ellos nosotros. Con paciencia y determinación la espera no se hizo tan larga, si bien era extenuante la repetición irracional de la misma publicidad una y otra vez. El tiempo se aprovechaba para comer completos, maní, mirar el cielo, pararse, sentarse, intentar recuperar la audición cuando algún niño soplaba una corneta en tu oído, etcétera, no faltaba qué hacer.
Si bien el partido en sí fue bastante desabrido, por no decir derechamente malo, la experiencia fue gratificadora. No por el fanatismo, sino por el fanático: lo mejor estuvo en la barra, porque el público estaba muy prendido, con un estadio Germán Becker a punto de reventar de ebullición ansiosa de asistentes muy variados, que venían de toda la región y algunos puntos del sur. El mejor ejemplo de por qué el deporte masivo deja atrás credos y clases está en que atrás de nosotros había tres lúmpenes de Cunco, cuyo hedor a vino barato era detectable a kilómetros, sentados exactamente al lado tres blondas de la alta sociedad, con sus típicas zapatillas de lona y jeans ajustados en las canillas. Postal irrepetible, por donde se la mire.
En el Germán Becker coexistía bajo un mismo logo una muestra significativa de la región y quizás del país. Ancianos, niños, hombres, mujeres, ciegos, mudos, palomas, ricos, pobres, presidentes de la república, cholcholinos, cómicos, periodistas, psicólogos, no faltaba nadie. Ni las sillas de discapacitados estaban vacías, y los únicos asientos que en la lejanía se lograban ver sin un ser humano sobre ellos, estaban así porque los tipos preferían estar parados al borde de la reja. La conciencia colectiva de los veinte mil sureños estaba llena de energía aunque la noche calaba en frío y amenazaba con llover a cada instante.
Temprano, cuando aún quedaban unas cinco horas para el partido, el Sapo Livingstone estuvo paseándose por el pasto, seguido bien de cerca por una cámara que le hacía estratégicos paneos, supongo que con el objeto de despertar la nostalgia o la emoción en el televidente. Más adelante sería Piñera quien le entregaría un reconocimiento a la entrada del partido. ¡Sapito, sapito, un saludo! gritaban desesperados cinco adolescentes groupies, que fingían ser flaites, pero los delataba su ropa y el corte de pelo, de clara tendencia cuica. Lo del Sapito no fue el único acceso de fanatismo; Toselli, Morón, Medel, o cualquiera que osara asomarse al césped era acosado con frenesí.
Muchos ceacheí, olas y cánticos estuvieron siempre presentes tanto en la espera del partido como en el desarrollo del mismo (o la espera por el gol, que sería lo más adecuado). No había bombo, porque no vino ninguna barra, así que los ocurrentes golpeaban al unísono el respaldo de las butacas de plástico. El efecto de miles de palmetazos en las sillas hacía un efecto impresionante, como de un ejército de orcos aprestándose para pulverizar a Gandalf y cualquiera que osara acompañarlo. Creo que la agitación emotiva de la turba es un evento sólo comparable con histerias multitudinarias acaecidas en periodos históricos muy específicos: la plebe de Francia en 1789, la unión del campesinado estadounidense en 1776, los bolcheviques en 1917 y similares. Yo pienso que en estos momentos de gran relevancia es cuando mejor opera una conciencia colectiva que hace que las masas comiencen a pensar lo mismo sin dificultad; una sincronía especial que es muy difícil de comprobar aunque puede que sea fácil de predecir (sin por ello decir que es simple), y que hace estipulaciones muy específicas sobre algunas cosas sin esfuerzo alguno.
Me refiero a los juegos que se realizaban de repente, cuyas reglas, aunque sencillas, eran instantáneamente entendidas por el estadio en pleno. Primero estuvo el juego del monito, donde se lanzaba un pequeño mono de lana, elegantemente vestido de camiseta roja y pantaloncillos azules, que debía dar vuelta el estadio. No era un regalo ni un kit de promoción, si alguien intentaba quedárselo era vapuleado de inmediato por la turba enfurecida, y ser vapuleado por la turba es algo muy terrible (en la psique sigue presente la idea del linchamiento; es algo que ni la democracia ni la labia política ha logrado erradicar: nuestra esencial naturaleza de bestias furiosas). Ante cada traspaso del monito, el estadio completo gritaba un ¡Eh! ¡eh! ¡eh! a toda garganta. La pifiadera era instantánea cuando alguien se demoraba mucho.
Otro juego, también clásico en los estadios (¿quién habrá sido el que lo inventó), fue la ola. Las olas generalmente comenzaban en la galería norte o en la galería sur, donde estábamos nosotros. Como todo era un ambiente muy festivo, no podía estar exento de un criollismo muy sanguíneo. Cuando la ola llegaba a la tribuna Pacífico, la que a priori tenía la mejor vista, directo al banco, las entradas más caras, y la asistencia de las personalidades (y el oprobio más grande: eran los únicos que podían ver a Bielsa de cerca), los graderistas y la tribuna Andes los tapaban a pifias. Cada vez que la ola regresaba a Pacífico eran las mismas, poderosas y aplastantes pifias, que se lanzaban como única queja a la injusticia económica que limitaba el acceso a lo mejor, siempre destinado a una élite favorecida. Tan traumatizados estaban los pobres, que al cuarto o quinto paso de la ola por su sector, varios no se levantaron (por la humillación intrínseca que significaba el desprecio popular). Peor fue. El estadio completo les exigió con un griterío ensordecedor que debían continuar, ya que en la lógica colectiva se sabía que era una oportunidad única: Tribuna Pacífico debía someterse al escarnio, y recibir con marcialidad, y eternamente, el desdén, porque en todas las otras circunstancias de la vida sucedería siempre al revés. Ante deleite de muchos, y como no podía ser de otra forma, ellos obedecieron. Era el recuerdo del lapidamiento, que reflotaba.
Quizás el punto álgido estuvo en el momento más débil del encuentro. Pelotas a nadie circulaban con frecuencia, y los venezolanos se lesionaban a cada rato, para hacer tiempo. Los chilenos chamboneaban el balón, se resbalaban por el pasto húmedo, había mucho juego aéreo, cabezazos y caídas sin razón; o sea, estaba muy aburrido. Entonces un hombre de la gradería sur, que vestía impecable corbata, abrigo y chupalla, comenzó a ser ovacionado cuando intentaba levantar a la barra, agitando los brazos y azuzando el ánimo ya excitado de los temuquenses. ¡Chupalla! ¡chupalla! comenzó a gritar la turba, y sin hacerse de rogar, el hombre lanzó su chupalla a su destino. El juego era irrefrenable desde entonces. Era un perfeccionamiento del juego del muñeco, pero con una aerodinámica perfecta concedida por el sombrerito de paja, que volaba como cometa en llamas de brazo en brazo. La persona a la que llegaba debía lanzar la chupalla como antes se había hecho con el muñequito, y ante cada envío el gran ente-estadio gritaba un atronador ¡Chu-pa-lla! (aunque algunos pronunciaban en realidad chúpalla de repente, lo que no hacía más que aumentar la picardía del juego, que por un lado transparentaba una postal criolla de inocencia y doble sentido simultáneamente; como no podía ser de otra forma).
Si la chupalla se caía o se demoraba, ipso facto venía el cántico: ¡De-vuel-van la chu-pa-lla! (silbido en semicorchea repetido tres veces) ¡De-vuel-van la chu-pa-lla (bis). La chupalla dio la vuelta al estadio, dos veces, y el hombre/chupalla la recibió con vítores de la multitud. Sabiendo que estaba Piñera en el campo, un avispado comenzó, y fue seguido de inmediato: ¡Se siente! ¡se siente! ¡Chupalla presidente!. El clamor popular estaba en su máximo punto. Una vez incluso se cayó la chupalla entre medio de los fierros del armado del estadio. No hubo problema, un hincha arriesgó su vida y trepó como araña para rescatarla. Además estuvo el doble de Bielsa sacándose fotos con la gente, unos globos-bolsa para inflar y lanzar como misiles al cielo, algunos pobres perdedores que intentaban iniciar ceacheíes y nadie los seguía, vimos al Sapo Livingstone tan pequeño que parecía un peluche y me pareció escuchar una vez a Bielsa gritar desaforado algo que no entendí.
En la hierba, la pelota rebotaba de un lado a otro, sin destino ni suerte. No importaba. La fiesta no dependía de nadie, no se opacaba por nada. Al salir algunos reclamaban lo malo que había sido el partido, pero tenían una sonrisa en la cara. Aunque estábamos como sardinas, atochados en los pasillos de concreto del estadio, todavía aprovechaban para bromear y fingir que éramos un rebaño de bueyes. Algunos se caían, otros seguían vitoreando al chupalla. Un flaite intentó salir por un cerco y casi se mató al caerse sobre las puntas de acero. Aplausos. Vítores. La noche en Temuco estaba cerrada en una oscuridad sin estrellas. La contaminación subía y volvía naranjo el cielo con sus humos. Era un retorno lento a una normalidad evidente, donde los sueños y las consignas no logran opacar el destello feroz de la realidad, que no siempre es digno. Pero eso no importaba. No todavía al menos. A lo lejos logré divisar al doble de Bielsa, que seguía sacándose fotos con la gente; antes de verlo subir a una micro para irse parado, en medio de un montón de cansados trabajadores, estudiantes y muertos; antes de que todo volviera a su curso irremisible.
A quien le importa eso, en todo caso. El doble de Bielsa lo sabía. Por un instante él no fue ese hombre, el que viajaba de pie en la línea dos del transporte urbano, aquel desconocido con un cierto aire a alguien famoso que no me acuerdo quien es. Por un momento él fue Bielsa, lo máximo, y su gozo se había congregado en el festejo de muchos. Porque por un par de horas miles vivieron en un estado de animación suspendida en el que todo fue un juego y un grito neurótico de felicidad transparente y obvia. Una promesa. Una ilusión. Un salto de una gradería a otra, de mano en mano, de canto en canto, como una danza tribal que hipnotizaba la razón para mutar los sueños. Aún estábamos envueltos en ese hálito onírico, y su vaho no nos dejaba ver el mundo. Flotábamos como barcos de papel en un océano de almíbar. Detrás y delante de nosotros estaba el aire cortado por chupallas volando, globos arremangándose en el aire, papeles de colores planeando nuestras mentes y el eco de un creyente aún latente en la memoria.
5.4.10 |