Cargando sobre sus hombros la gran bolsa negra, Juan ingresó en el ascensor. Sintió un escalofrío en la nuca, pero ya estaba acostumbrado; respiró hondo, y oprimió el botón del segundo piso. Estaba nervioso, ya hacía mucho que no iba a visitar a su abuelo. Las puertas se cerraron, hubo un pequeño temblor, y lentamente empezó a ascender. 30 segundos después, se detuvo. Las puertas se abrieron con un chirrido, y frente a Juan apareció un salón de clases, con 21 pupitres de madera, un escritorio algo gastado adelante, y un gran pizarrón negro lleno de problemas matemáticos escritos en el. Juan entendía que el trabajo de docencia de su abuelo había calado hondo en su loco corazón, pero eso ya era mucho. "Fanático", pensó, mientras ponía la pesada bolsa sobre uno de los pupitres más próximos al frente. Rápidamente la abrió, y comenzó a sacar las cosas que tenía dentro y ponerlas sobre el escritorio. Sacó fotos, diarios de noticias y "Olé"´s, una cajita con naipes y varios tapers con comida de su madre.
Entonces pasó. De la nada resonó un timbre, que vino a cortar con el aturdidor silencio que hasta entonces imperaba en el lugar, e instantes después, entró al lugar un hombre de unos treinta años, bien arreglado y alto. Llevaba un guardapolvo blanco, y un gesto sereno en el rostro.
-Hola, Juan-lo saludó el hombre, acercándose.
-Qué tal, abu-le respondió Juan.
-¿Esto es para mí?-le preguntó el hombre, señalando el despelote de cosas que había sobre su escritorio.
-No, ¿para quién va a ser?
El abuelo frunció el seño, no dijo nada. Echo otro vistazo a su escritorio, y agarró las fotos. Las empezó a ver una por una.
-Cambiaron bastante los chicos-dijo, con una sonrisa melancólica-Y eso que solamente me fui hace dos meses.
-Dos meses y seis días-lo corrigió Juan, mientras su abuelo dejaba las fotos a un lado y agarraba los diarios. Empezó a leer los titulares, como siempre hacía.
-Bueno...-dijo, despectivo-. Por lo visto las cosas siguen igual de jodidas.
-Y perdió River contra Racing-dijo Juan, enseñándole la portada de una Olé.
Su abuelo se mordió el labio, preocupado.
-Y eso que iba bien-se lamentó
-Sí-sonrió Juan, burlón-, "iba".
-¿Y esto?-preguntó su abuelo, señalando las ollas y tapers.
-Es la comida de mi vieja, yo sé cuanto te gustaba.
-Pero vos también sabés que no puedo comer nada-razonó su abuelo.
-Si, pero al menos la podes oler-se burló Juan.
-¿Y los viejos, cómo andan?-se interesó el abuelo
-Bien. Bah... qué sé yo. Ahora están bien, pero al principio imaginate que extrañaban. Tantos años juntos, todas esas tertulias en el café, los partidos de los domingos...-dijo Juan, y por su tono, dejaba claro que él mismo no se sobreponía al hecho.
-Son cosas que pasan, Juancito. Es parte de la vida
-Al tío Andrés le agarró una depresión bárbara.
-Hay que ser maduro y aceptarlo...
-Si vos lo decís.
-Y hablando de los parientes: ¿Cómo andan mis hijos? ¿Cómo andan Pablo y Claudia?

Media hora después, Juan volvía a entrar al ascensor. Ya no llevaba la pesada bolsa sobre sus hombros, pero sí una pesadumbre en el alma. Quería llorar, no quería irse; quería abrazar a su abuelo, y que volviera con el. Pero sabía las reglas. Oprimió el botón del primer piso, y treinta segundos después, volvió a aparecer ante él su casa, su pequeño hogar. Mientras preparaba su ropa limpia para después de bañarse, pensó en todas las cosas que implica estar vivo, y sonrió por todas esas personas que habían visitado su casa y le habían preguntado, confundidas: "¿Por qué hay un ascensor en una casa de un piso?"