Rubén, el chofer de la camioneta amarilla. Así lo llamaba la gente del barrio. Era alto, tan alto que más bien parecía un gigantesco chorro de agua. Su cabello rizado y negro, más negro que la oscuridad. Los vecinos nunca supieron cómo eran los dientes de Rubén por lo tupido de aquel bigote que la gente decía que era la mano que acariciaba el sexo de aquella mujer que lo enloquecía. Se llegó, inclusive, a comentar que cuando Rubén regresaba de su trabajo a la 1 de la tarde y a las 8 de la noche de todos los días, ya su bragueta venía abierta porque su deseo por Aura era tan infinito que llegó a hacerse la ilusión de que los ángeles vivían entre los mortales, hipnotizado por aquel deseo que lo subyugaba.
Aura, por su parte, era una mujer muy hermosa, de tez brillante acaramelada, de cabellos castaños rizados que le daban una apariencia gitana. Siempre andaba descalza, exhibiendo sus pies menudos que sostenían unas piernas elásticas y bien formadas. Sus ojos grandes -de pestañas onduladas- eran brillantes y su mirada serena, más serena que la misma serenidad. Nunca se maquillaba y tanto ella como su ropa eran sencillas. La gente del barrio decía que se la diseñaba y cosía su mamá.
La madre de Aura estaba tan consciente y tan orgullosa de la atracción que despertaba Aura en Rubén que confeccionaba sus ropas haciéndole resaltar su cuerpo, y sobre todo sus senos, pero sin dejar al descubierto ni un pedacito de piel de aquellos pechos erguidos como cúspides que poseía su hija. Su filosofía era: resaltar sin mostrar para que la imaginación delire.
Aura deseaba a Rubén tanto como él a ella. Cuando retornaba de su trabajo, él hacía sonar el claxon de su camioneta amarilla. Ella corría a su encuentro y cuando él bajaba, se fundían en un abrazo, mientras se miraban a los ojos como si ambos fueran unos pájaros dorados que surcaban el cielo. Luego, él le pasaba un brazo por los hombros, mientras atraía el cuerpo de ella hacía él. Caminaban despacio hasta que los colores pasteles de los vestidos de Aura desaparecían a los ojos de los vecinos que siempre se asomaban al oír la bocina de la camioneta de Rubén.
Los vestidos de Aura siempre llevaban botones nacarados desde la cintura hasta la altura de su busto. Ellos decían que Aura no usaba ropa interior porque nunca vieron colgadas esas prendas en los tenderos para secar la ropa. Añadían, también, que su mamá colocaba botones nacarados a las vestiduras de Aura , ya que ella le había confesado que el nácar excitaba a Rubén y que él disfrutaba ver cómo la majestuosidad de los pechos de ella despertaban, mientras él desabotonaba su vestido lentamente.
Los vecinos atestiguaban que al entrar Aura y Rubén a su pequeña casa de tablas envejecidas por el tiempo, permanecían encerrados por más de una hora. Luego, abrían la puerta de la entrada principal de su morada, bien fuera para almorzar o cenar, y se sentaban en un pequeño porche de zinc. Comentaban que cuando se sentaban a comer, se les veía como si se acabaran de hacer un tratamiento de belleza: lucían brillantes, maravillosos, relajados, jóvenes y alegres, y además, era la única vez que Aura se dejaba unos botones abiertos a la altura de su pecho. Añadían que mientras Aura y Rubén comían, excusándose por el calor reinante, ella agarraba pedacitos de hielo de la limonada que se servían, y se los pasaba por la parte alta de su pecho de forma tan sensual y erótica que, obviamente, todo eso hacía que Rubén tuviera siempre “la paloma” alerta.
Después de un tiempo de vivir juntos, Aura se embarazó. Los vecinos seguían con sus especulaciones y llegaron a asegurar que ahora con ese embarazo, Rubén se buscaría a otra para saciar sus instintos de macho. No obstante, nada de eso ocurrió. El ritual de siempre seguía, sólo que Rubén acariciaba la barriga de Aura, a la vez que pasaba un brazo por sus hombros. De tanto repetirse ese ritual, los vecinos, finalmente, decretaron que ellos no sólo se deseaban, sino que se amaban.
Los vecinos seguían elucubrando historias y llegaron hasta afirmar que la excitación de Rubén, desde el embarazo de Aura, era, entonces, mayor porque en lugar de una hora, pasaban dos encerrados. Visualizaban hasta las diferentes formas que buscaría la pareja para hacerse el amor porque de seguro, ninguno de los dos querría que el bebé se malograra. Por supuesto, la hilera de botones de nácar también creció, a medida que se hinchaba la panza de Aura, y los vecinos estaban convencidos de que, lógicamente, los bigotes de Rubén tenían más trabajo que antes porque con esa enorme barriga, ya no era posible que el cuerpo de Aura soportara una erección como las que segurito tenía el machote de Rubén. Cada día era una historia nueva y más erótica, hasta que nació un hermoso bebé.
Una de esas tardes en la que Aura esperaba ansiosa a Rubén, se le ocurrió ir a la tienda más cercana a comprar un postre exótico para tener una cena romántica con su amado y deseado Rubén. Sin embargo, Aura permaneció en la tienda más tiempo del que presumió porque había muchos clientes, porque la dependiente era lenta, porque hubo un apagón y la registradora no funcionaba, porque…
Pasaron como unos cuarenta y cinco minutos cuando Aura, finalmente, retornó a su casa. Todos los vecinos estaban con mangueras y cubetas de agua tratando de apagar el incendio que se había desatado en la casa de Aura y Rubén. Como la casa era tan minúscula, había desparecido, casi toda, en instantes. Aura gritaba mientras quería entrar a rescatar a su bebé. A nadie se le hubiera podido ocurrir que con lo que Aura amaba a su hijo, lo hubiese dejado ni un segundo solo.
A las 8 de la noche, como de costumbre, llegó Rubén, sólo que esta vez no hizo sonar el claxon de su camioneta amarilla. Cuando vio aquel dantesco escenario, enloqueció. Sus vecinos lo atajaban y trataban de calmarlo. Él preguntaba, con gritos desgarradores, por Aura y por el niño. Ella había sido trasladada al hospital de emergencia bajo un estado de shock nervioso. Cuando Rubén supo que el infante había muerto en el incendio, se sentó en su camioneta amarilla. No pudieron moverlo de ahí. Pasó toda la noche mirando al sitio que había ocupado su casita y donde había pasado los momentos más hermosos de su vida junto a su amada Aura y a su pequeño de 3 meses.
Al día siguiente, regresó Aura. Los vecinos los acompañaron al cementerio a enterrar lo poco que había quedado del hijo de ambos. De regreso a casa, Rubén se paró en seco y preguntó:
- ¿A qué hora comenzó el incendió?
Algunos respondieron:
- No sabemos, no nos percatamos de cuándo comenzó. Ya cuando salimos, toda la casita estaba en llamas y no sabíamos que…
Rubén, entre una mezcla de impotencia, odio y dolor, exclamó:
- Lo seguro es que no comenzó a las 8 de la noche porque, sino, todos ustedes hubiesen salido al oír el claxon de mi camioneta amarilla.
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