E L T R O N O.

Cada mañana se sentaba sobre ese sillón tan bajo, pegadito a la pared y al lado de su trinche de ébano colmado de recuerdos de cristal.
Siempre custodiado por el gran bracero que encerraba esos rubíes ardientes; ninguno de sus nietos podíamos acercarnos a él…
¿Sentarnos?... ¡Ni pensarlo!... Era el trono de nuestra abuela.
-¡Cuidado, sale de ahí!... ¡Qué si te caes, te quemas entero!

Sólo ella lo ocupaba. ¡Y tan mullido que se veía con ese cojín poblado de miriñaques que su dueña le tejió.
Su espaldar de listoncitos verticales…
¿Serían tal vez la reja de la prisión, oculta en la pared, de dónde nos sacaba sus duendes, enanos y princesas cuando nos narraba sus cuentos?

¡No había que dudarlo!... ¡Era su trono!...Sobre él permanecía más de una hora rezando sus oraciones matinales que leía de unos libritos viejísimos que guardaba con sigilo en una cajita de madera, toda labrada a mano por el abuelo
Siempre con una vela en la mano izquierda, y en la otra un devocionario, pista para que sus ojos zarcos se pasearan sobre evangelios y salmos, sobre misterios y plegarias.

Pero ese cuatro de octubre, día de san Francisco de Asís, no escuchó las campanadas que le anunciaban el Angelus.
En su trono de madera se quedó para siempre dormida recitando por última vez aquella “PLEGARIA SIMPLE”.