Propina
[Ronald Hernández Morales]
Don Jaime era un hombre familiarizado con el olor de la basura y la suciedad. Ese olor que a la gran mayoría le parece repugnante, desagradable y del cual tratan de huir, a don Jaime le parecía interesante e incluso atrayente, como el olor de ese viejo amigo que siempre te regala cosas o que presta dinero cuando lo necesitas. Y no era de extrañarse, después de todo, don Jaime era pepenador, un pepenador de esos que tienen 54 años de edad y que laboran solitarios, paseando todas las mañanas por la ciudad, arrastrando sus grandes tambos gemelos de basura sobre ruedas, de esos tambos que en algún momento fueron color naranja, pero que ahora el óxido los ha vuelto de un sucio color café pepenador.
Fue en uno de esos días de su rutina, entre un lunes y un domingo, cuando don Jaime fue a recoger la basura de la tienda veterinaria del Dr. Martínez. Una tienda que, si bien no es muy concurrida, cuando menos se ha mantenido en pie por años.
Don Jaime se paró en la puerta del local, junto a la que están las jaulas en las que se exhiben a los juguetones cachorros que están a la venta. Hacía mucho tiempo ya que don Jaime recogía la basura de ese lugar. Todos los días llegaba y sonaba su triángulo musical para anunciar al encargado su llegada al local. Lo curioso aquí, es que ese día, después de muchos de venir y pararse en el marco de esa puerta, don Jaime por primera vez puso atención a los perritos enjaulados.
Había cachorros de varias razas, ninguna la cual don Jaime conocía por su nombre real. Y una de las jaulas tenía dentro tres cachorros Maltés blancos, de esos perros que no crecen mucho, melenudos, juguetones y que don Jaime describiría como “perros que parecen trapeador”. De pronto don Jaime se encontró atrapado observando a los cachorros juguetear entre mordiscos, ladridos tiernos y brincos limitados por el espacio en la jaula.
En un instante, uno de los tres cachorros se alejó del juego con sus hermanos y se fijó en don Jaime. Era un cachorro regordete, muy tierno y con unos ojos inocentes, brillantes y enormes para su pequeño cuerpo perruno. Don Jaime sintió algo desconocido para él en el pecho mientras el perrito se le acercaba y lo miraba fijamente, sacándole la lengua de modo que parecía dirigirle una sonrisa, una tierna sonrisa canina.
No es que a don Jaime le disgustaran los perros, es sólo que no le gustaban. Don Jaime, en toda su vida, nunca había tenido un perro. No, él no era de esos, él decía que los perros sólo eran un gasto innecesario de dinero, y pensaba que “dada la situación actual, no podemos darnos ese lujo”, como le decía a su hijo. Pero extrañamente, ese día, en ese momento, don Jaime le sonrió al cachorro como si nunca en su vida hubiera visto un perro, compensando con esa inusual sonrisa todas las sonrisas que nunca dirigió a algún perro.
-Aquí tiene. – Dijo la voz del Dr. Martínez sacando a Don Jaime de sus pensamientos.
-¿Perdón? – Respondió Don Jaime sin entender del todo.
-La basura, aquí tiene, Don Jaime. – Repuso el doctor extendiéndole ambas manos con una bolsa negra llena de basura en cada una, basura de veterinaria.
-¡Ah! ¡Sí, sí! Perdón, es que estaba distraído. – Hizo una pausa - ¿Hoy tampoco vino su asistente? – Preguntó distraídamente Don Jaime, pues involuntariamente giraba la cabeza para seguir observando al cachorro. Don Jaime hablaba con un aire de campesino que ha sido maltratado por los años, y con un tono que demostraba la ausencia de algunas muelas.
-No, hoy tampoco vino, sigue enfermo. – Respondió el veterinario y notó el interés del colector de basura en el animalito - ¿Le gusta?
Una vez más, arrebatado de sus pensamientos, Don Jaime respondió descuidadamente – Sí, bonito el perro.
-600 pesos. – Sentenció el doctor.
La burbuja de Don Jaime se terminó de romper. “¿¡600 pesos!?” pensó… en voz alta al parecer, porque el doctor respondió a su pensamiento.
-Sí, Don Jaime, 600, es un Maltés.
-¿Un qué?
-Un Maltés.
-¡Ah! La raza, ¿Verdá’?
-Sí, así se llama esa raza.
-¡Ah! – Exclamó don Jaime, reaccionando y tomando las bolsas que el veterinario seguía sosteniendo, y las metió en uno de sus botes, haciendo ese ruido metálico que hace toda la basura cuando cae en uno de sus botes.
De pronto, justo cuando el veterinario le iba a dar la acostumbrada propina diaria de cuatro pesos a Don Jaime, la basura, amiga de don Jaime, le susurró una interesante idea que don Jaime tomó sin necesidad de analizar.
-Oiga, doctor. – Habló don Jaime, dejando al veterinario con la mano extendida con los cuatro pesos empuñados.
-Dígame, don Jaime. – Respondió el doctor, bajando la mano que tenía en el aire, como sospechando que lo que el pepenador estaba a punto de proponerle tendría que ver con sus propinas.
-Disculpe asté’ el atrevimiento, pero quiero ver si me acepta una propuesta.
-Dígame de qué se trata.
-Pos verá… hace mucho tiempo que yo recojo su basura de lunes a viernes… - Habló don Jaime con una repentina seguridad que hacía tiempo no le acompañaba.
-Sí…
-Y pos ‘ora sí que la costumbre es que asté’ me de cuatro pesos de propina.-
-Sí, don Jaime. – Dijo el doctor con cautela, confirmando su sospecha de que las propinas de don Jaime estarían relacionadas con lo que estaba por decir.
-‘Tons pos quería ver, qué le parece, si en vez de darme mis propinas por un tiempo, pos me las acumula pa’ completar pa’ ese perrito.
-¡Ah! – Exclamó el doctor, sin esperarse tal propuesta
– Bien, pues… bueno, si usted quiere… ese perrito exactamente no se lo prometo, porque por lo regular se venden en menos de una semana, pero le puedo dar uno igual, de la misma raza.
-¡Sí, ándele!
-Pues, si usted quiere, don Jaime. Nada más hagamos cuentas mire… - Empezando a hacer cuentas mentalmente – Yo le doy cuatro pesos diario y el cachorro cuesta 600, o sea que tendrían que ser… a ver… ciento...cincuenta… sí, ciento cincuenta días de propina, que en números cerrados serían… unos 5 meses de propinas…
-¡Ah! – don Jaime lo pensó por un momento – Sí, está bien… estamos en mayo, o sea que para… junio, julio, agosto, septiembre, octubre… para octubre en esta misma fecha… ¿Qué fecha es hoy?
-Hoy es dos de mayo, don Jaime.
-‘Tons pa’l dos de octubre sería ¿No?
-Sí, así es. Ese día le estaría yo entregando su cachorro ¿Cómo ve?
-Pos sí, está bien… o es más, mire. Mi hijo cumple años el 19 de octubre, mejor paso por el perro ese día y así aprovecho pa’ dárselo de regalo, y ya a partir del tres de octubre asté’ me sigue dando mi propina normal.
-Perfecto, don Jaime, entonces así le hacemos. Yo le dejaré dicho a mi empleado.
-Muchas gracias, doctor.
Y ese dos de mayo fue uno de los días en que don Jaime recogió más feliz la basura de la veterinaria. Continuó su día laboral imaginando la cara que pondría su hijo al cumplir seis años dentro de cinco meses por la felicidad de recibir un inesperado regalo de su padre.
Y así transcurrieron los días, las semanas y los meses. Los primeros días con un entusiasmo ininterrumpido de don Jaime durante su jornada, y con el paso del tiempo, regresando a su habitual estado de ánimo. Como en todos cinco meses que pasan, don Jaime tuvo días buenos, días malos, y simplemente días. Pero en todos esos días, exceptuando las pocas ocasiones en las que no salió a trabajar por enfermedad, cada que le tocaba recoger la basura de la veterinaria, recordaba la alegría que plasmaría en el rostro de su hijo único el 19 de octubre.
Cierto día de julio, don Jaime le rumoró a su hijo que ya tenía preparada su sorpresa de cumpleaños. Eso se ganó que el niño no dejara de preguntarle toda la semana cuál era la sorpresa preparada. No obstante, don Jaime mantuvo su emocionante secreto con la basura, respondiéndole a su hijo siempre con un simple “Ya lo verás”.
Con la cercanía de la fecha esperada, don Jaime se aprovechaba del regalo sorpresa prometido para hacer que su hijo fuera más obediente, y en una familia de escasos recursos, y en donde la madre es quien se encarga de la mayor parte de la crianza del pequeño, este inocente chantaje fue de mucha ayuda para la señora. La verdad es que tanto su mujer como su hijo, ya tenían ciertas sospechas de que la sorpresa se trataba de un perro, seguramente por el hecho de que en algún momento don Jaime le reveló al niño que la sorpresa era “algo que siempre había querido” (El hijo). Aún así, como no estaba 100% confirmado, el factor sorpresa seguía vigente.
Cinco meses después, había llegado el día dos de octubre, el último día que don Jaime no recibiría propina de la veterinaria. Y como fue, al día siguiente, don Jaime volvió a recibir sus cuatro pesos. De saber que esa misma quincena don Jaime volvería a dejar de recibir su propina, nunca habría aceptado el trato.
Fue el domingo 15 de octubre cuando la veterinaria no abrió. Don Jaime llegó como de costumbre a recoger, pero por primera vez en meses, incluso años, la veterinaria no abrió. Don Jaime supuso que el doctor abría enfermado y su encargado no estaba disponible para atender o algo por el estilo. Regresó al día siguiente.
El lunes 16, don Jaime supuso que el doctor seguiría enfermo y el encargado indispuesto. El martes 17, don Jaime dio por hecho que el doctor habría salido de vacaciones por algunos días, después de todo, hacía mucho tiempo no lo hacía. El miércoles 18, don Jaime tan sólo pasó de largo la veterinaria con la esperanza de que el doctor regresara al día siguiente: “tiene que regresar mañana, tenemos un trato”. Finalmente llegó el jueves 19 y sí, la veterinaria estaba abierta.
Don Jaime salía muy temprano de casa, incluso antes de que su hijo se levantara para irse a la escuela. Y esa mañana, como siempre, don Jaime, antes de salir únicamente le dio un beso en la frente a su hijo mientras dormía. Ya lo felicitaría por la tarde cuando regresara a casa y encontrara a su hijo recién llegado de la escuela.
El corazón le latía de nervios a don Jaime por el miedo a encontrar la tienda cerrada esa mañana, pero cuando finalmente dio la vuelta en esa cuadra y vislumbró que la cortina de metal estaba arriba, un vuelco en el corazón lo hizo sentirse el pepenador más feliz del mundo. Casi corrió como niño con sus botes de basura en su carrito para llegar rápido a la tienda.
Efectivamente, la tienda veterinaria sí había abierto finalmente, pero había un problema: Estaba vacía.
La tienda estaba completamente vacía, no había ni medicinas, ni alimento, ni juguetes, y lo peor, no había cachorros. Don Jaime atravesó el marco de la entrada y se dirigió al aparador vacío atendido por nadie.
-Buenos días. – Exclamó don Jaime, casi gritando.
El grito atrajo a una joven muy extravagante, de unos dieciséis años. Piel blanca, cabello negro peinado con mucho fijador hacia abajo, de modo que le cubría un ojo. Un anormal moño rosa en el cabello que don Jaime podría asegurar era de los moños para perros que vendía la veterinaria. La chica vestía de negro con morado y su único maquillaje era el rímel que se le escurría de los ojos como si hubiera estado llorando por un largo rato. Sí, aunque don Jaime no lo sabía, esa niña era una “emo”.
-¿Diga? – Atendió la chica.
-Buenas. – Dijo don Jaime – Disculpa, ¿No está el doctor?
La chica bajó la mirada, o al menos eso le pareció a don Jaime, era difícil distinguirlo con el cabello cubriendo su maquillaje oscuro. Ella se pasó una morada manga de su sudadera por el ojo descubierto e inhaló con la nariz entre lo que parecían ser mocos acumulados.
-No… mi papá… - Dijo, quebrándosele la voz en la última palabra – Falleció la semana pasada… Lo siento.
– Y se volvió a pasar el brazo por el ojo mientras se le escurría más el rímel.
Un hueco gigante, eso fue lo que sintió don Jaime en el estómago. Y para ser sinceros, ni él mismo sabría a ciencia cierta por qué fue, si por la muerte de un conocido, o por lo que al parecer era evidente: La ruptura del trato.
Don Jaime tragó saliva, bajó la mirada y se limitó a dar el pésame. Pensó por un momento lo que iba a decir para no sonar imprudente.
-¿Y las cosas de la tienda? ¿Los perritos? – Preguntó.
-Las estamos devolviendo a los proveedores, y algunas otras todavía las estamos vendiendo. ¿Buscaba algo? – Volvió a jalar mocos la chica.
-¿El encargado de la tienda ya no está? ¿Tienes perritos todavía? – Preguntó don Jaime sin poder decidirse por una sola pregunta.
-Manuel fue a devolver todos los animales, regresa mañana.
-¿Ya no tienes ni un perro?
-No, lo siento. – La voz post-llanto de la chica hacía sentir culpable a don Jaime por insistir tanto en la pregunta.
-Bueno, gracias. Con permiso. – Y don Jaime salió de la tienda empujado por su tristeza, sin cobrar su propina.
¿De dónde iba a sacar una sorpresa tan sensacional como la que había prometido a su hijo todos estos meses? Y el perro… él ya estaba muy ilusionado con el perro, por increíble que parezca. Un sentimiento de impotencia invadió a don Jaime, defraudaría a su hijo en su cumpleaños. Don Jaime se sentó en una banqueta y suspiró melancólico.
Esa mañana don Jaime no terminó su recorrido y fue a vaciar sus botes de basura antes de lo acostumbrado. Ese día, la basura no olía bien para don Jaime. Afortunadamente para él, la basura no es ingrata.
Don Jaime se alejaba del basurero municipal arrastrando sus botes vacíos cuando escuchó un quejido. Se detuvo y hecho una mirada alrededor… el quejido volvió a escucharse, y lo mejor, era un sonido que don Jaime conocía muy bien. Don Jaime merodeó un instante hasta que encontró la caja de la que provenía el sonido. Una caja con vida fue el oportuno (e increíble para don Jaime) regalo de cumpleaños de parte de la basura. Don Jaime recordó lo que alguna vez un viejo colega pepenador le dijo: “La propina siempre está, sino de la persona, al menos de la basura”.
Esa tarde, el hijo de don Jaime esperaba a su padre con más ansias de lo acostumbrado, recién llegado de la primaria y listo para recibir a su padre en su sexto cumpleaños. Sentado en una silla a fuera de la casa, frente a la cerca de carrizo por la que su padre entraría al humilde hogar, estaba el pequeño con los pies colgando del asiento. Finalmente lo escuchó, el sonido de los botes de basura en el carrito que atravesaba la calle sin pavimentar en la que vivían.
-¡Ya llegó! – Exclamó el niño para llamar a su madre, quién al instante salió de la cocina de techo de lámina que se encontraba separada del resto de la casa.
La madre se limpió las manos con un trapo y salió a alcanzar a su hijo.
Don Jaime fue alcanzado por el infante en la entrada de la casa, y acto inmediato, estacionó sus botes de basura a un costado del amplio patio que lo recibía, bajo un árbol y al lado de un viejo pozo tapado. Don Jaime cargó a su hijo con ambos brazos, lo levantó en el aire, lo abrazó y lo felicitó por sus seis años de vida. Hubo un silencio.
Don Jaime miró a su esposa y luego a su hijo, la primera con una cara de dudosa expectativa, y el segundo con una inocente ilusión reflejada. Don Jaime sonrió, se dirigió a uno de los tambos de basura y metió las manos en él para sacar una caja de cartón, de esas comúnmente llamadas “cajas de huevo”. Don Jaime abrió la caja y metió las manos en ella.
De la caja sacó un cachorro… un perrito mestizo, de esos que no tienen raza, vulgarmente llamados “corrientes”. De pelo corto, sencillo y muy sucio, de un color de esos difíciles de describir… dorado, amarillo, naranja. Un perrito flaco, desnutrido, casi esquelético, y con la mitad de la oreja derecha maltratada, sin pelo. La mirada lagañosa del cachorro se posó sobre el niño y la del niño sobre él. El niño lo miró por un instante con cara de sorpresa y de inmediato reaccionó con una sonrisa maravillada que su padre nunca había visto.
-¡Gracias, papá! – Dijo el niño, y brincó para darle un fuerte abrazo a su padre. |