Siempre me ha causado mucho revuelo el tema de las personas que ya no están más en nuestras vidas. Lo he comentado con mucha gente muchas veces, como intentando luchar en contra de nuestro acérrimo enemigo y delicado aliado, el tiempo, y así ganarle una batalla tratando de conservar lo más fresco en mi memoria mi vida con ellos, los que se fueron. Y cuando me refiero a los que se fueron quiero decir a aquellos que ya no forman parte de nuestra vida cotidiana, como los amigos que se van quedando atrás con los años, a los amores, a la propia familia, a nuestros artistas favoritos, y así muchos más.

Recientemente estoy a punto de regresar a un país del que he estado enamorada siempre. Enamorada a tal punto de experimentar todos los síntomas físicos propios de un adolescente viviendo su primer amor. Emoción, sudoración de manos, incremento en la cantidad de latidos del corazón por minuto, nerviosismo, ansias, revoloteo de mariposas en el estómago. De hecho mientras describo estos síntomas los voy sintiendo uno por uno, con la misma intensidad que me hace pensar en los que se fueron. Esa intensidad que se convierte en una melancolía infinita, en un suspiro por aquellos que fueron importantes y ya no lo son, o en unos ojos llorosos por otros que se van quedando atrás aunque nos arranquemos el corazón por conservarlos.

¿Cuál es la relación de mi cercano viaje con el tema que hoy escribo? Bueno, pues en ese país también hay personas que siguen ahí, viviendo sus vidas, algunas muy parecidas a las que yo conocí y gocé con ellos, otros viviendo vidas diferentes a las que compartieron conmigo en su momento. Y la melancolía me invade cuando me pregunto ¿qué será de mi buena amiga con la que compartí el idilio por ese país? ¿O de aquellas chicas que atendían el hostel donde nos hospedamos? ¿Se habrá decidido la chilena por fin a dejar a su novio para enrolarse con el argentino que le gustaba? Mi sentimentalismo se pregunta si ellos en algún momento también se acordarán de mí.

Pero por otra parte, también existen las relaciones que crecen, que aunque muten se conservan y se hacen más estables, que como se dice, después de regarse y regarse de plantita se convirtieron en un árbol tan fuerte como nuestras ganas quisiera que fueran, aunque ¿no se tratará de vanos consuelos? ¿Estaremos condenados a vagar por un desierto donde las amistades duraderas son tan irreales como los oasis? En el fondo de mi ser sé muy bien que no es así. Pero hoy todo el espacio restante es una baldosa a punto de rebosar de lágrimas que añoran a los que se fueron. Y me arranco veinte veces el corazón por conservarlos en esta guerra contra el implacable tiempo, como dijo mi querido Bryce: “además y todavía”