EL PARAGUAS
Esa mañana, el indio repasaba su vida como leyendo un libro y descubría que sus hojas estaban vacías, como pequeñas almas desarraigadas. La fiebre lo mantenía horizontal entreteniéndose con el despojo de su cuerpo que aún al virus le quedaba por conquistar. Pese a todo, como pudo, se levantó de su lecho. La pieza, un rectángulo frió y obscuro, poco tenía de aquel rancho de terrón en la ladera de la montaña.
Un espejo lo reconoció y le devolvió su mirada convertida en deseos. Observó a su alrededor y tomó lo que creyó necesario para un día de labor. Pero esta vez algo estaba cambiado en su vida. Lo presentía como antaño en su tierra se sospechaba de la presencia de un hechizo.
Luego de haber ingerido un escueto desayuno que consistía en mate y galletitas baratas, se disponía a partir hacia su rutinario trabajo en una fábrica de paraguas en las afueras de la ciudad, donde sólo se llegaba en tren. Pero recordó que tenía algo urgente que hacer antes de salir. Bajó las escaleras de la pensión donde vivía y buscó a la dueña para pagarle los meses atrasados del alquiler que le debía. La puerta estaba abierta, una radio estaba encendida; las moscas, obsesionadas con un trozo de basura, lo observaban con recelo.
La mujer tomó el dinero, pero le advirtió que si la próxima vez no pagaba en término su permanencia no estaba asegurada en la pensión. Una voz gruesa y pausada salía de la radio y señalaba que iba a ser un día frío y aconsejaba salir prevenido. El indio se retiró escuchando al doctor de la radio que hablaba de las defensas bajas, del frió, de la fiebre y de la gripe mal curada.
Una lluvia torrencial lo mantuvo en la puerta. Se quedó allí hasta que parase de llover, inmóvil e indiferente, como una estatua en un parque. La mujer lo vio desde arriba, y le dijo:
-Es increíble que UD no tenga un paraguas, se va a enfermar, ¿no quiere que le preste el mío?-.
Las palabras se confundían con el repiqueteo de las gotas sobre el piso en un contrapunto de frases mordidas. El indio observaba que algunas gotas rebotaban como si el piso fuera un paraguas gigante. De arriba seguían llegando comentarios, pero ahora era la limpiadora la que se unía a la dueña y a la voz de la radio para burlarse de él y recordarle lo insignificante y frágil que era él para el mundo.
-¡Una vida fabricando paraguas y él no tenía el suyo!-, escuchó que alguien dijo escaleras arriba.
Cuando paró un poco de llover, salió caminando por la avenida en dirección a la estación de tren. Los segundos se hacían eternos y sus pasos parecía que los daba en el mismo lugar, como en una cinta aeróbica. Pensó que era el viento que lo retenía y recordó la fuerza de otros vientos, aquellos que le susurraban al oído secretos ancestrales.
Las escaleras de la estación estaban resbalosas; las bajó con cuidado, casi deslizándose. Dentro del vagón advirtió que la totalidad de los pasajeros tenían un paraguas, ahora cerrados y llorando su pena. Los había de todos los tamaños y formas. Reconoció en alguno de ellos su propia mano de artesano. Se vio por unos momentos reconfortado y orgulloso de su trabajo. Quiso decirle a un pasajero sentado en frente de él, que su paraguas lo había construido en su fábrica, pero de pronto, de la nada, sucedió lo inesperado. El tren clavó los frenos por algún motivo desconocido y ocurrió el desastre. Todos los pasajeros salieron disparados de sus asientos incrustándose en sus propios paraguas. Algunos, incluso, quedaron atravesados por completo, como franqueados por una lanza. Se convirtió todo de repente en un caos y en un infierno de sangre y gritos de desesperación. Los paraguas se tiñeron de rojo.
Comenzó entonces a tratar de salvar a alguien. Retiró los paraguas de los cuerpos, pero ya era tarde. El silencio que reinaba en el vagón era total. No soportó el panorama aterrador y salió saltando por encima de los cadáveres. Se sintió culpable por haber fabricado tales armas mortíferas.
Luego, fuera del vagón, se dio cuenta que si se había salvado era precisamente por no tener un paraguas, por no tener dinero para comprarlo. Tomó este suceso como un mensaje, como un camino hacia su liberación, como una oportunidad única que se le presentaba para escapar de la opresión. Consideró por fin, que la suerte, esta vez, esta estaba de su lado. Él estaba vivo y los demás eran los cadáveres. Subió las escaleras y se paró frente a la puerta de la estación; el agua empezaba a correr nuevamente por su piel como una cascada, ahora con más fuerza, pero no le importaba. Avanzó sin un rumbo fijo. Cuando llegó a la esquina miró hacia atrás y la estación de tren había desaparecido. Sólo se advertía una bruma por donde surgían y desaparecían los recuerdos.
El indio podía ahora tomar decisiones y elegir a dónde ir. Ya nada ni nadie se le interpondrían en su camino. Juró no volver más a la pensión, ni a su trabajo en la fábrica, ni a la gran ciudad. Sensaciones y presencias felices afloraban como fugaces imágenes de un antiguo televisor.
Sintió que el tiempo se detenía y se vio de repente en la montaña. Percibió una voz que lo llamaba; miró a su alrededor, pero no había nadie. Esa voz insistía en permanecer en sus oídos como el eterno eco de la quebrada. Reconoció el lugar de su infancia, pero ahora se presentaba algo difuso. La voz se hacía más nítida y creyó reconocer esa voz que se mezclaba con otras que venían como de arriba.
La imagen de la montaña se escapaba de su vista al tiempo que las voces se sentían más fuerte. Al fin pudo distinguir que se trataba de las mismas voces de la mañana que se burlaban de él y el sonido de la radio que aconsejaba salir prevenido; pero el indio prefirió quedarse con la última imagen de su pesadilla febril. Volvió a la montaña y salió corriendo hacia ningún lado, como un niño, prometiendo no retornar nunca más hacia atrás.
|