Cuento compartido , escrito en un duo alternante con CLAMA .
La costilla de Eva
Eva salió del pequeño y oscuro departamento. Apoyó su espalda contra la pared al costado de la puerta. Tenía nauseas y transpiraba profusamente.
Cientos de imágenes se agolpaban en su cerebro, pero ninguna tomaba el lugar central. Una puntada aguda se había instalado en el lado izquierdo de su pecho. Tenía que respirar y tranquilizarse para poder salir de ese pasillo amarillento y asfixiante. El aire de afuera, una vez que lograse alcanzar la puerta de salida (cinco pisos más abajo), aunque frío, la ayudaría a reponerse. Eso pensaba, una y otra vez, sin lograr dominar el cuerpo que temblaba y las piernas que le flaqueaban.
De pronto, su corazón se paralizó y el temblor se hizo más enérgico. Un alarido inhumano y un ruido de vidrios rotos se escaparon por la puerta a su lado. Eso activó su cuerpo y, en pocos segundos, sin poderse contar después cómo, se encontraba doblando la esquina de ese viejo edificio.
La calle estaba oscura y silenciosa. Cada tanto la ventana iluminada de algún departamento cortaba un poco la negrura que sentía a su alrededor.
Los pocos transeúntes le fueron suficientes para sentirse más segura, casi a salvo. Esas caras lejanas, que la ignoraban, le daban, a cambio, un escenario más aceptable, menos hostil. Al punto que pudo preguntarse cómo había llegado hasta allí. Si venía del quinto piso de un edificio o de un portal al submundo de sus miedos y su imaginación. ¿Es “esto” lo real o es “aquello”? se interrogó.
El punzante dolor en sus costillas le recordó cuán real había sido todo... y nuevamente las imágenes se sucedieron… y hasta pudo sentir el olor rancio del minúsculo departamento del quinto piso. El terror estaba volviendo… y esfumaba a la calle y a la gente.
Nuevamente las palpitaciones… y ese olor… ¿A dónde está el pasillo que lleva a la salida cuando ya se está en la calle? ¿Adonde?
La alarmante bocina que la sobresaltó le sonó a trompetas de gloria. La calle aún estaba allí y ella en la calle. Miro hacia atrás, temerosa… y luego avanzó.
Caminó durante un tiempo indecible, sin saber cuánto, ni dónde estaba, ni hacia dónde iba. Solo sentía unos deseos incontrolables de caminar, mirando hacia atrás y a sus costados alternativamente. Sabía que todavía corría peligro, que todavía no estaba a salvo. En realidad, a partir de algún momento de aquella noche, tuvo la certeza de que ya no lo estaría en lugar alguno.
Eva se detuvo en una esquina un poco más iluminada que las calles que dejo atrás. Respiró. Ya podía hacerlo más pausadamente. Sintió que su corazón había abandonado la lucha por salírsele del pecho, estaba en su lugar y, casi, no dolía. Sí sintió con una presencia arrolladora ese dolor en las costillas… Miró a su alrededor, se acercó a los carteles que indicaban el nombre de las calles para poder leerlos, y supo perfectamente el lugar en el que estaba. Esa esquina había sido testigo de su paso durante cinco años, a la entrada y a la salida de su escuela secundaria. A media cuadra había una parada de taxis. Algo de dinero tenía. Se acercó a ella, esperó unos pocos minutos y se subió a un taxi con destino a su casa.
En el camino no pudo pensar, sus sentidos estaban en máximo alerta, controlando todos los movimientos del chofer y mirando la calle en todas las direcciones posibles.
Finalmente llegó a su departamento. Cerró la puerta girando dos veces la llave y se dejó caer sobre el piso de la entrada. Así se quedó. Con las piernas cruzadas, la espalda apoyada sobre la puerta y la cabeza gacha. Era la muerta imagen de la derrota y el desamparo. De la orfandad calando en los huesos.
Había conocido a Carlos hacia casi dos meses. Cincuenta y seis días. Los contaba. Todas las mañanas sumaba una cruz en su vieja libreta, en la que registraba sintéticamente los momentos de su nueva vida de los que no quería olvidar ningún detalle. Vida nueva que duro cincuenta y seis días… y que acababa de morir esa noche.
Carlos la había seducido desde el primer momento. Jamás había sentido ese latir de su corazón y el cosquilleo en la panza, ante la presencia o el llamado telefónico de ningún hombre. El hecho es que conocer a Carlos le había cambiado la vida. Sintió que se había enamorado como nunca antes. Sintió ese “ser en el otro” que escuchaba en sus canciones preferidas pero nunca antes había experimentado.
Sólo una cosa la perturbaba. Y eso opacaba los brillantes momentos que estaba viviendo. Ellos se encontraban siempre en el mismo bar e iban luego a su casa. A la de ella. Eva nunca fue invitada a la casa de Carlos y ella veía como el se molestaba ante su pedido de querer conocer el lugar donde habitaba ¿Qué escondía? Se daba cuenta de las excusas que él ponía ante su insistencia.
Insistencia que esa noche la había llevado a conocer la verdad. Allí sentada, con la cabeza gacha, estaba en las antípodas de esa joven mujer radiante que esa tarde acomodó los horarios laborales para poder darle una sorpresa al hombre que amaba. Quizás siempre supo que iba a dársela a si misma. Lo había seguido a Carlos. Unos días antes lo siguió para ver adonde vivía. Hacía locuras, sí. Pero el mundo que compartía con él, el que habían comenzado a construir, la habilitaba para eso. Pero "eso” no era lo que ella quería conocer. Sólo había querido conocer lo que quería creer. No la verdad. Porque “la verdad” demasiadas veces le resulto incomprensible y equivoca.
“¿Qué hice?” se dijo. Luego sus ojos se anclaron en los recortes del cristal con que hacia sus trabajos artesanales. Unas exquisitas lámparas de vitraux que le encargaban en dos shoppings. Odiaba a esos centros comerciales llenos de figurones y pitucos que pondrían sus trabajos vaya a saber en que rinconcito de sus lofts o sus duplex de Avenida Libertador, Belgrano o San Isidro. Se sentía una mercenaria, una traidora de sus ideas y su sensibilidad. Pero, en ese momento, los trocitos de cristal no la llevaron a sus frustraciones sino a aquel ruido de vidrios rotos… a aquel alarido… y a aquel olor…
Había escuchado voces y sonidos inquietantes antes de tocar el timbre pero quiso creer que salían de otro departamento. No podían provenir del de Carlos. “Su” Carlos. Al llamar a la puerta, sin embargo, se produjo un silencio inmediato. “Que raro” pensó. Largos segundos tardó en reaccionar luego de que su madre abriera la puerta. “¿Mama?” dijo en un susurro con los ojos abiertos insuficientemente como para entender lo que veía. “¡¡Cerrále!! ¡¡Cerrá esa puerta!!” alguien gritó. Instintivamente puso el pie para evitarlo y, de un empujón, abrió la puerta y desplazó a su madre.
La habitación era oscura pero, aun así, pudo distinguir, sin dudas, a varias personas mientras buscaba la cara de Carlos. Allí estaban sus dos hermanas mayores, su padre, su primera pareja Álvaro y “el Micky”, su odiado primo. También vio a una antigua maestra junto a Rocío, aquella repugnante compañerita de la primaria. Atrás había más gente que no alcanzaba a distinguir. Por eso avanzó en la sala, quería verlo todo.
Un silencio mortal acompañó su caminar entre los presentes, como el de un fantasma entre fantasmas. La sonrisa burlona de Rocío no le extrañó. Ella siempre se rió de Eva. Aquel odioso aparato de ortodoncia en su boca le valió que siempre le dijeran “boca ’e lata”. Fue su estigma durante todos los años que debió llevarlo porque su madre la quería perfecta, sin aceptarla como era. Y “boca ’e lata” recibía ese rechazo en silencio para no abrir los labios y mostrar su monstruosidad. Así tampoco aprendió a sonreír todo lo que quiso y necesitó.
El padre de Eva estaba al lado de Rocío. Con su cara neutra e impenetrable. Con sus ojos indiferentes, lejano, como siempre. Junto a él, sus tías la miraban con expectación y con esa lástima que les adivinó siempre. Y con esa ropa ridícula de la que se permitía reír en soledad cuando niña. Micky, su primo violinista, la observaba desde detrás de ellas. Esa mirada maliciosa y socarrona, ese aire de superioridad y autoritarismo que siempre tuvo. No pudo evitar la imagen de aquel hierro candente con que la persiguió por todo el patio amenazando con marcarla para siempre… El hierro no quemo su piel, pero de alguna forma todavía sentía esa llaga. Aun así, sus padres lo prefirieron a él; lo adoraban como el hijo varón que nunca tuvieron, ignorando o negando sus crueldades.
En esa sala, Álvaro encabezaba un grupo difuso que mezclaba a mujeres y hombres de su historia, amantes y compañeros de trabajo. Ésos que, indiferentes, sin pena ni gloria, pasaron por su vida.
¿Y Carlos? ¿Adónde estaba Carlos?
Un olor nauseabundo, agrio, enviciaba la atmósfera como un vapor de muerte. Parecía venir de la cocina. Una pequeña y reluciente cocina, a un costado del cuarto. Dentro de ella, sobre las hornallas a fuego mínimo, una olla brillante expulsaba el vapor repugnante. La madre se acercó presurosa. “¿Tenés hambre?” le dijo… “Comé un poco”. Eva, con el terror en su rostro, levantó la tapa. Unos gruesos gusanos flotaban en un líquido viscoso, del que asomaban trozos de carne podrida y oscura.
Eva dio vuelta su cara, asqueada por aquella visión y aquel olor. Hizo unos pasos, huyendo de la escena.
Entonces lo vio. Era Carlos. ¿”Su” Carlos? Sólo lo pudo reconocer por la ropa. Sobre la cama, tendido como una muñeca inflable… pero desinflada, estaba Carlos. Los ojos de vidrio fijos en el techo, la boca abierta, inmóvil.
Eva se acercó. Su mano se tendió para tocarlo... pero no lo hizo. Esa funda no era Carlos. Su Carlos. No era posible. Carlos no podía ser sólo una funda… No podía. Sintió que su cabeza estallaba. Que sus latidos se incrementaban. Que algo le apretaba la garganta. No podía respirar. Y necesitó aire. Salió torpemente, empujando lo que se le cruzara. Cosas inanimadas y cosas humanas. En su huída, el respaldo de una silla se incrustó en sus costillas, permitiéndole largar ese prolongado y gutural grito, mezcla de dolor y furia, que retenía desde hacia tantos años. Alcanzó la puerta y logró cerrarla tras de si.
Ajena al frío y la dureza del piso de su departamento, mientras los cristales desaparecían lentamente, su vida fue pasando ante sus ojos convertida en cuadros en blanco y negro. Que hacia Carlos mirándola en el patio de la escuela? que hacia Carlos en la cocina de la casa de su infancia ? Que hacia Carlos con Micky ?
Estaba aterrada . Se vio sola en el centro de una habitación de paredes blancas . Alli solo había una gran pantalla donde se veía a si misma en el centro de una habitación de paredes blancas y así una sucesión de imágenes repetidas hasta llegar a una distinta . Allí estaba Eva , descosiendo a su Carlos con una gran tijera afilada , muy lentamente . Cada costura era minuciosamente revisada y abierta , casi con delicadeza .
De a poco esa imagen y un piadoso cansancio le fueron serenando el pecho y se durmió.
Cuando un rayo de sol le dio en la cara, comenzó a despertarse. ¿Cuántas horas habían pasado? ¿Dos? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Qué hacía durmiendo contra la puerta, en el piso?
Junto a ella estaba su vieja libreta. Sin que fuera una decisión, comenzó a hojearla. Era extraño, no estaban ni una sola de las cincuenta y seis marcas que había hecho. Ni una.
Si sintio , agudamente , ese dolor en las costillas …
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