A través de la muerte los escombros del alma se vuelven sutile, se acomodan en el resplandor de su tumba secreta y se mueven dentro de los ritmos oceánicos de la fantasía.
La noche es el lugar más prudente para esta fraternidad entre muerte y sujeto; los espejos, aliados incondicionales, nos dan testimonio de la no existencia carnal. Sombrío, el corazón, que ya no late, corta todo lazo terrenal y se abraza a lo infinito. Se rompen las cadenas de tiempo y espacio, sin embargo, hay un vacío inexplicable, lanzas clavándose donde antes los órganos palpitaban. Supongo entonces que el dolor es una ilusión, un fantasma del cuerpo en la memoria.
Sentarse frente al fuego nos angustia la sangre, que ya no está en las venas porque no hay venas y uno espera sentir el calor piadoso en la manos frías, pero no hay fuego, no hay frío, no hay manos.
En esas noches uno quiere volver a enredarse con el cordón mágico, en el vientre materno, y quedarse así, acurrucado, encantado, escuchando un cuento mentiroso, pero la muerte tiene el color de lo imposible, y nos empuja al lodo del infierno, donde el vientre materno es una boca gigantesca esperando el momento justo para devorarnos…
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