El niño y el duende
Estaba sentado en el suelo, jugando con tierra, cuando el estruendo lo sobresaltó, se puso de pie, miró hacia arriba y al instante se acordó del duende del que les habló su abuela. Es que su abuela le había dicho a el y a sus hermanos que todo ese ruido lo hacía un duende travieso. Le pareció que el duende arrastraba un tambor vacío, corriendo, empujándolo y haciendo todo ese ruido. Retumbaba por todo el cielo y sentía las vibraciones en el suelo. En su vívida y colorida imaginación, el tambor vacío era igual al que estaba en el patio de su casa, el duende era igualito al de un dibujo que vio en un cuaderno de escuela de su hermano, claro que el aún no sabía lo que era un dibujo, solo sentía la mirada burlona del duendecillo. Y ahora hacia diabluras en el cielo, todo ese estruendo que le daba miedo y fascinaba a la vez. Se recordó a si mismo y a su hermano haciendo rodar una rueda sin cubierta, claro que el no sabia lo que era una cubierta, con un palo y ¡zas! ahora imaginaba al duende empujando el tambor con un palo. Lo buscaba con la vista pero no lo veía, estaba muy alto, arriba de esas cosas oscuras que flotaban allá arriba, ese era su suelo, donde el duende pisaba. El pícaro duende correteaba haciendo ruido con el tambor de un lado a otro, desde una punta del cielo hasta la otra. Solo, en el patio de su casa mirando hacia arriba, pensó que el duende jugaba en su patio, igual que el, hasta que su mamá lo llame para tomar la leche.
La llamada preocupada de su madre lo sacó de su ensoñación. Le gritó desde la cocina que entrara, que se avecinaba una gran tormenta. Ya dentro de la seguridad de la cocina y la compañía del vaso de leche trató, con su media lengua, de decirle a su madre, distraída en sus quehaceres, que el duende y el… solo estaban jugando.
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