- Hace mucho viento esta tarde -
Pensó Hitaro y, antes de que la ventisca arrastrase desde las dunas de la Esperanza una nube de arena y polvo, empezó a recoger los juguetes dispuestos en los anaqueles de su pequeña e improvisada tienda de triplay. Apenas había pasado la hora del almuerzo, era aun temprano para cerrar el negocio, por ello, tristemente se entregaba a la tarea de recoger/ordenar, recoger/ordenar, aunque, de cuando en vez, se quedaba con la mirada perdida recordando las historias contadas por su madre, aquella descendiente de chinos cantoneses llegados a Perú para trabajar en calidad de esclavos en los desiertos guaneros, desiertos que, como este, poco o nada tenían en común con la tierra de los peces y los granos. Poco transcurrió en su viaje de inmóvil, un párvulo sonido lo despertó de su letargo:
- ¿Señor, cuanto cuesta?- le preguntó un niño de 6 ó 7 años de edad señalando un pato de hule amarillo.
- 4 soles – respondió Hitaro mientras seguía ordenando.
- Me lo deja a 3.50- preguntó el niño secándose los mocos con el antebrazo.
- No, con eso no gano nada - refunfuño Hitaro en un español nasal.
- Por favor señor, es que hoy se casan mis papás y voy a regalarles este patito - perseveró el niño.
- No, no, no – repitió Hitaro haciendo un gesto con las manos para que el niño saliera de la tienda.
El pequeñajo no insistió más, pero desde la puerta perseguía con sus ojos enormes y negros al pequeño juguete. Hitaro continuó con sus tareas, tomó la escoba de paja y empezó a barrer el polvo que había traído la ventisca, tratando, en lo posible, de no prestar atención a ese pequeñuelo de piel tostada y curtida por el sol.
- ¡Que niño, sigues aquí aún¡- Vociferó Hitaro enojado.
Pero el niño, que seguía inmóvil sentado en el poyo de la tienda, agachó la cabeza como aquellos borreguitos condenados y empezó a hundir sus chanclas de plástico en la arena. De pronto y en tono alegre vociferó unas frases haciendo que el esmirriado cuerpo de Hitaro saltara de susto.
- ¡Señor, es que no he visto un patito más bonito que este. ¿No es cierto? este patito es el más bonito de toda la Esperanza¡
Que difícil es ejercer dignamente el oficio de chino tacaño en un país como Perú, pensaba en silencio Hitaro, creía que la generosidad en exceso solo malcriaba gente ociosa. Por eso le bastaba con ser honrado y trabajador para que el Buda sonriente le prodigara en gracias.
- Ya, ya niño, dame los 3.50 –
El pequeñajo se paró de un brinco y empezó a sacar un sin fin de moneditas que acumulaba en el mostrador mientras sus ojos titilaban de felicidad.
- ¿Este pato podrá nadar muy lejos?
- Seguro – contesto Hitaro.
- Porque las tortugas nadan muyyy lejos, yo necesito un pato que nade lejos.
- ¿Para qué necesitas un pato que nade lejos, acaso tus papas se van casar en china?
- No, se van a casar en el mar, muyyyy adentro del mar, por eso necesito un pato que nade mucho.
- ¿Adentro del mar?
- Sí ¿no me quiere acompañar?
En otras ocasiones Hitaro hubiera guardado una aptitud parca y poco amigable, pero decidió acompañar al niño por la simpatía que le despertó el pequeñuelo y por la curiosidad de ver una boda en el mar, recordaba la historia que su madre le había contado hace tantos años ya, aquella tradición que tenían los pescadores chinos de casarse sobre tarimas flotantes llenas de flores y hundir los pies en el mar como símbolo de compromiso con la naturaleza, la tarde de ventisca no había sido tan mala, podría transportarse, por un momento, a esa tierra lejana que sentía tan suya y escapar de este Perú, en el que había nacido, pero en el que siempre se había sentido un extranjero.
Fue así como Hitaro y el niño emprendieron un pequeño viaje hacía a la playa de Huanchaco, atravesaron las altas dunas y los asentamientos humanos con sus filas interminables de casitas hechas de esterillas y bambú, bordearon las Huacas donde los pobladores, descendientes de los mochicas, llegaban, aun en estos tiempos, con ofrendas para adorar a sus dioses. Caminaron poco más de dos kilómetros y aunque no parece mucho lo que puede hilvanarse entre un niño mochica vivaracho y feliz y un chino parco, existen muchos puentes que los seres humanos vamos tejiendo cuando se tiene el corazón puro.
- ¡Ya llegamos¡ – gritaba el pequeñajo mientras corría a toda carrera hacia la orilla de la playa.
- ¿Ya llegamos? ¡pero si aquí no hay nada¡.
- La boda es mar adentroooo.
- ¡Me estás mintiendo piraña¡ – dijo Hitaro, pensando que el vivaracho se había burlado de su buena fe.
- No, la boda es mar adentro, allí están mis papas desde hace tres meses que salieron a pescar tempranito, aun no han regresado, mi tía Hermelinda dice que ellos están allá porque todo es muy bonito, que hoy igual se casarán y un día vendrán para llevarme a ese lugar tan lindo. Por eso necesito un pato que nade mucho, aunque no sé ¿tal vez era mejor una tortuga?
Una pauta de silencio partió como un cuchillo la garganta de aquel chino tacaño que los demás pensaban incapaz de llorar, aunque, de inmediato tuvo que contener el llanto al ver que el niño esperando una respuesta no le quitaba los ojos de boliche reluciente.
- El pato está bien, además es un gran nadador, es más, es campeón de natación, ha nadado en las olimpiadas.
Cuanto hay en lo seres humanos que nos acercan a otros, aunque aveces parecemos tan distantes y diferentes. El sol se erigía como una lámpara incandescente sobre toda la humanidad y estás dos criaturas preparaban a un pato de hule para su larga travesía, había que sujetar bien la carta en su lomo, armar un pequeño collar de caracoles que lo acompañarían en su largo viaje, ponerlo con delicadeza sobre aquella ola que pronto lo adentraría en el océano. El chino abrazó al niño por el hombro, el niño se dejó abrazar acurrucándose a su famélico cuerpo, mientras un conjunto de luces de esperanzas navegaban, también, mar adentro, arrastrados por la corriente.
|