HERENCIA FAMILIAR
Antes de morir, mi tío, el último que aún quedaba con vida de nuestra familia, recordó, en su último acto de lucidez, que a mí me interesaba el cuadro que tenía en su pieza de la pensión. Así lo atestiguaba el menudo testamento que escribió junto a su cama dos días antes de su muerte.
No era mucho lo que les dejaba a sus sobrinos, apenas unos muebles, algunos libros y ese cuadro que encerraba en sí mismo la definición exacta de lo que había sido la infancia para mí. Decía mi tío, o inventaba, claro, que ese cuadro era una suerte de herencia familiar, con una maldición intrínseca.
Según los dichos de mi tío, la pintura la había traído su bisabuelo de Europa y que cada vez que se moría el integrante de la familia que lo poseía, inmediatamente aparecía pintado en el óleo. Por eso él siempre decía que el primer cuadro de la saga era el retrato de su padre; el resto de los personajes coincidía con su árbol genealógico. Con esa y otras extravagantes historias nos divertíamos embelesados a su alrededor.
Lo cierto era, que la pintura, (“de algún holandés desconocido”), según decía mi madre, tenía cierto valor, pero nadie de la familia puso reparos en que me lo quedase yo, porque reconocían el valor afectivo que tenía para mí, el más chico de sus sobrinos, el único que verdaderamente creía en sus historias. Lo fui a buscar el día del entierro, estaba envuelto como para tirarlo a la basura junto a otras bolsas en un rincón de la pieza de la pensión.
Me lo llevé y lo puse en mi casa, para poder verlo todos los días. Estaba como yo siempre lo había recordado; los pescadores en la taberna tomando cerveza alrededor de una mesa de madera. Inventé, como homenaje póstumo, que mi Tío era el que estaba en el extremo izquierdo.
Lo vi, muchos años después, posar sobre el derecho.
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