Sentado sobre una piedra negra del doble de mi estatura observaba como todo el paisaje estaba manchado con rocas igualmente oscuras, pero de diferentes tamaños. Hace mucho había notado que esas piedras se deshacían si se golpeaban unas con otras dejando expuesto una superficie amarillenta con visos naranjas. Imaginé que podrían ser de origen volcánico y aunque la región tiene varios volcanes ninguno está lo suficientemente cerca para que, según mi criterio, fuera alguno de estos el responsable de las rocas blandas que estaban esparcidas sobre el valle. Entre la gente de un pueblo asentado hace muchos siglos en las cercanías, se decía que una montaña cercana llamada Condúr había erupcionado tiempo atrás. La montaña sobresalía entre todo el paisaje por ser la más alta de un corto brazo que se separa de la Cordillera de Los Andes. Ésta estaba veteada desde la punta hasta sus faldas con el mismo tipo de rocas como en la que me encontraba sentado. La montaña estaba tapizada de una hierba gruesa y seca de color amarillo que se tornaba roja en algunos lugares donde el agua era más escasa. Las únicas manchas verdes que tenía eran los canales por donde bajaba la lluvia que recogía la montaña de las nubes que flotaban muy bajo.
Al haber nacido a las faldas de un volcán, durante toda mi infancia nunca creí que esa montaña hubiese erupcionado alguna vez, me parecía demasiado pequeña para hacerlo. Ahora adulto no me parece imposible y más bien sería una explicación para algunas de las irregularidades de ese paisaje que recorrí durante varias vacaciones de mi infancia.
Con un poco de esfuerzo arranque un pedazo de la roca grande sobre la que me encontraba. De un solo salto bajé y caminé hacia un riachuelo que bordeaba el Condúr. El arroyo con el correr del tiempo había hecho una depresión alrededor de la montaña, un pequeño cañón en el cual se podían apreciar rocas de diferentes edades que se habían formado seguramente en la montaña en eras diferentes. Cualquiera de esas piedras eran más resistentes que las que se podía conseguir en la superficie del valle. Entre más me acercaba al riachuelo, la vegetación crecía en tamaño, tanto que al llegar los árboles cubrían todo el cielo, guardándose para ellos la mayoría de la luz del sol.
Hice un primer intento de recoger una piedra del fondo. Sentí el frío que el arroyo traía en sus aguas desde la montaña y por reflejo retrocedí. En el segundo intento introduje otra vez la mano y por un momento me quedé observando como se movía al mismo ritmo del agua. Habían piedras grises, amarillas, negras y rojas; todas lisas por el fluir del rio a través de los años. Golpeé con una de las grises el pedrusco negro que había arrancado de la roca gigante y esta se hiso añicos entre mis dedos.
Hacia rato un zorro de pelaje amarillo estaba merodeando por donde yo me paseaba y fue justo cuando rompí el pedrusco que decidió acercase. Tenía incrustadas en su espalda las mismas rocas con las que yo jugaba esa tarde. El zorro observaba los fragmentos que habían caído de mi mano al suelo. Sus ojos no me parecieron astutos como los de lo zorros comunes sino más bien melancólicos.
- ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo han llegado esas piedras a tu espalda? – le pregunté a ese zorro, del que me habían contado hace mucho era el espíritu de la montaña. El animal corrió hacia una piedra gigante que se encontraba a las faldas del Condúr. Subió la roca por un lado y se quedó mirándome desde arriba. Me acerqué a él y pregunté otra vez - ¿Qué has hecho para llevar esas piedras? – Desde arriba su mirada había dejado de ser triste.
- No tienes derecho a hablarme, vete – me respondió pero no le hice caso y me quedé de pié esperando una respuesta. El zorro parecía no querer moverse de ese lugar, así que finalmente decidí recostarme junto a la roca sobre la que estaba el espíritu a esperar que se animase a contarme la historia.
Desde donde me encontraba podía apreciar gran parte de ese valle llamado por los nativos Pasizara. De fondo estaba la Cordillera de los Andes por entre la cual nubes y nubes pasaban rozando las cimas esquivando las montañas más altas y finalmente desapareciendo en el horizonte como espuma de mar sobre las rocas. Por momentos sentía que el sueño me iba a vencer. El clima era tan cómodo a la sombra de la roca. Entre ojos miraba el Condúr con tres cruces en su cúspide. Parecía el Gólgota. También había una antena destinada a traer televisión al valle.
- ¿Conociste a la mujer que le decían Phuyuqhawa? – me dijo el espíritu del Condúr espantándome el sueño. Había bajado de la roca y ahora se encontraba a lado mío con una mueca que podría leerse como una sonrisa – Ella vivía aquí igual que tú.
Yo negué con la cabeza. Me pareció que ese nombre no se escuchaba hace siglos - ¿Quién era? – le pregunté con intención de saber más de esa mujer de nombre indígena y la razón por la cual mi pregunta inicial le había recordado a ella.
- No sé como no la conociste si vives en el mismo lugar – respondió desilusionado – La vi por primera vez cuando vino a jugar a la montaña. Ella era muy pequeña entonces y yo no tenía estas piedras en mi lomo sino hierba de color verde. Verde como era todo en ese momento. Phuyu flotaba sobre un pequeño lago formado por el riachuelo donde me viste. Estaba boca arriba mirando las nubes. Escondido como me encontraba me di cuenta que ella era por mucho la más hermosa que había visto pisar mi montaña. En sus ojos negros se reflejaban todas las nubes, las mismas que me tocan en las madrugadas y luego se pierden en el horizonte. En esos ojos, las nubes pasaban igual de blancas que en el cielo y se desvanecían en sus parpados como lo hacen entre las montañas. Phuyuqhawa le gritó aquella vez una mujer parecida, pero sin la misma belleza. La niña salió del agua y corrió a donde la llamaban, yo corrí en dirección contraria. Me sentí tan feliz de conocer a alguien de ojos tan bellos que nacieron flores por todo el valle que circundaba la montaña. Flores moradas pequeñas de tallo amarillo y hojas naranja. Todo lo que alcanzaba a ver era verde, yo estaba feliz.
Parecía que en esa época la tierra fue mucho más fértil que ahora. Sin ser triste, Pasizara en estos días se ve un poco seco con vegetación pequeña de colores menos vivos. Seguro el zorro hablaba de una época prehispánica. Era curioso que me confundiera con alguien de esa época y peor aun que pensara que alguien pudiera vivir tanto para conocer a la niña y estar muchos siglos después hablando con él.
- ¿Es por ella que tienes las rocas en tu lomo? – pregunté esta vez. El animal pereció contrariarse y lagrimas empezaron a formarse en sus ojos. Me sentí avergonzado por mi imprudencia, tanto que pensé en despedirme para no causarle más dolor con mi curiosidad. Pero antes que yo me hubiese levantado del suelo el espíritu me respondió:
- Yo fui feliz en aquella época, haberla visto era como la lluvia para mis tierras. Las cosechas eran buenas y los animales nacían y nacían. Mi montaña era tan hermosa que hasta Cóndores llegaron a tener sus hijos sobre ella. Pasaron las nubes sobre mi una y otra vez y anhelaba yo verle nuevamente. Cuando me acerqué por segunda vez parecía diferente, era mucho más grande. Jugaba entre los maíces y las yucas. Me alegró ver que se alimentaba de lo que yo con tanto placer hacía nacer para ella. Esa mañana se trepó en un árbol de guayabas, se comió un par y se acostó sobre el tronco otra vez a contemplar las nubes y hablar en voz baja. Pensé que esta vez debía acercarme más ella aun a riesgo de ser visto. Quería escuchar su voz, seguramente era igual de hermosa al ulular de las nubes sobre la montaña, esas mismas nubes que yo veía capturar en sus ojos mientras ella miraba el cielo. Las nubes deberían desaparecer en sus párpados para salir por su boca. Pero agarró una última guayaba, saltó del árbol y salió corriendo. Seguirla, pensé, no sólo me llevaría a su vista, sino a la de todos que bien sabían entonces que el zorro con hierba en el lomo era el espíritu del Condúr. Regresé a la montaña igual de feliz de verla más hermosa aun que la vez pasada. Supe que le gustaban las guayabas y entonces nacieron por todo el valle. Pensé darle gusto de esa manera. La próxima vez si escucharía el ulular de su voz.
Hace días yo estaba buscando el espíritu de la montaña. Cuando volví después de muchos años a Pasizara me entristeció saber que los ríos en donde aprendí a nadar ya no traían agua potable. Antes cuando caminaba por ese valle se podría decir que tenía la sensación de virginidad. Entonces me preguntaba si alguien había caminado ya por esos caminos hechos por los animales. Se sentía como retroceder en el tiempo, no había televisión y por mucho tiempo tampoco luz. Ahora por las noches se veían brillando las antenas que habían instalado en varias montañas. Yo había visto al espíritu del Condúr años atrás cuando era niño un atardecer cuando nos bañábamos con mis primos en el riachuelo que bajaba de la montaña. Ese día vimos al zorro pasar corriendo montaña arriba, se detuvo un rato a ver como jugábamos y siguió su camino. Desde ese día me intrigó las rocas en su lomo, incluso tuve sueños donde a mi mismo me nacían rocas en la espalda. Ahora que estaba de nuevo en Pasizara pensé debía preguntarle por las rocas de su lomo antes que decidiese irse en un lugar inaccesible para mí y alejarse por siempre de las personas del pueblo que parecían no querer saber más de él.
- Estas rocas me nacieron después – me dijo – pero antes yo vi a Phuyu una vez más. Una noche de luna llena me acerqué a su casa de barro aun a riesgo de ser visto. Nunca entendí bien por donde se entraba o se salía. Rodeé la casa buscando un agujero por donde ver hacia adentro y mientras lo hacía, al otro lado de la casa, escuché a alguien silbar. “Shhhh, shhhh” sonaba. Desde el muro de la casa observé, para mi dicha, que era ella. Phuyuqhawa estaba afuera a la luz de la luna, cantándole a un bulto que tenía entre los brazos. Debe ser su hijo, pensé. El niño dormía entre las telas en la que lo tenía envuelto la mamá. “Shhhh, shhhh” la escuchaba cantarle y tal como me había imaginado sonaba igual que las nubes cuando pasan sobre la montaña. Esa noche no había ni una nube en el cielo. Los ojos de Phuyuqhawa permanecían negros como el ciel. Ella solo podía ver el niño que tenía entre sus brazos y que dormía a la luz de luna. Se recostó sobre la piedra que usan para moler el maíz, cubrió a su hija y quedó dormida a la intemperie. Yo la observé por largo rato hasta que salió el sol y la gente dentro de la casa se despertó. Corrí a mi montaña, convencido que al igual que todos los animales yo también necesitaba una esposa para tener cría. Quería entonces que Phuyuqhawa fuera la mía. Tomaría yo una forma que le fuera agradable y la desposaría para que sea eternamente mi compañera. Este valle que me había visto nacer y al que yo alimentaba, ahora estaría orgulloso de tener una mujer que diera de comer a sus frutos. Desde mis escondites en la montaña pensé que hacer para ser aceptado como marido. Ella tendría que saber que aún con forma humana nacería hierba sobre mi lomo, nos casaríamos y de ahí en adelante todos los hijos que ella tuviese serían conmigo y fueran al igual que yo los que trajeran el verde y la buena tierra a Pasizara.
Recostado sobre la piedra y escuchando la historia que desde niño había querido saber, la noche empezó a caer y el sol que hace poco calentaba la tarde y me hacía querer dormir se ocultaba detrás del Condúr coloreando las nubes que rozaban las montañas de amarillo, rosa y finalmente violeta cuando se fundían con el cielo oscurecido. El primer lucero de la noche, desde este lado de la montaña, nacía a la derecha del Condúr. Pensaba en ese momento sobre mi regreso a la casa y el camino lleno de maleza que tenía que cruzar a oscuras.
Quién sabe hace cuantos siglos habría vivido Phuyuqhawa y si habrá existido alguna vez pero me parecía que ya no había mujeres que atrajeran la atención de esa manera a espíritus como el zorro de la montaña. Mientras me contaba su relato, se veía en sus ojos y en voz la pasión con que había amado entonces a esa mujer. No había notado que el espíritu no movía su boca para hablar.
- Oh! Pero que iba saber yo de seres humanos. Nunca imaginé que cuando volviese para desposarla no encontraría más que el recuerdo de una de sus nietas ya mayor que me explicaba como Phuyuqhawa había muerto de vieja mucho tiempo atrás. La señora tenía rasgos de su abuela que me pareció que no lucían en ella belleza alguna. Qué iba saber yo que las vidas humanas pasan tan rápido como nubes en el cielo, desapareciendo a lo lejos y dejando tan poco a quien las mira. Los sentimientos que había tenido hasta entonces nunca habían sido como ese. Las ilusiones, la dicha, el amor ahora me traía sufrimiento. Me escondí en la montaña y pensé en lo que quedaba ahora en el valle para mí. Con el tiempo las tierras se secaron y el verde pasó a amarillo. Desde que había conocido a Phuyu se había formado algo dentro de mí y era eso lo que más dolía, me oprimía y me quitaba las fuerzas para caminar por Pasizara. Eso que atesoré dentro de mí y que había crecido pensando en ella, me di cuenta, era ajeno a mí naturaleza. Entonces fue cuando el Condúr explotó. La montaña de la cual yo había nacido expulsó el dolor que me consumía. Primero, se escuchó en todo el valle como un trueno y la cima de la montaña escupió, además de fuego y ceniza, las piedras que hoy cubren el valle. Algunas de esas rocas brotaron también en mi espalda desplazando los brotes verdes. Asimismo le sucedió al valle. Nunca recuperó su color aún cuando mi dolor había desaparecido después de la erupción, la razón creo es que nunca he podido olvidar a Phuyuqhawa.
Sabiendo que faltaba mucho para que la luna apareciera aproveché los últimos rayos del sol para regresar a mi casa. Estaba muy contento por haber encontrado al zorro que tanto había buscado y de saber la respuesta de la pregunta que me inquietaba desde pequeño. Nunca me imaginé que esas rocas oscuras fueran fragmentos de un corazón roto.
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