No podía ser que nuevamente no escuchara la maldita alarma. Las manecillas del reloj avanzaban mas rápido de lo que mis piernas lo hacían por la escalera, con el Jumper a medio poner y la mochila arrastrando. Me fijé en la hora y ya eran las 7:45, ni pensar en desayuno.
Subí rápidamente al baño, terminé de arreglar mi pelo y con el sabor a pasta aún en la boca me deslicé por la escalera y salí corriendo de casa. Tomé el primer colectivo que encontré, intenté saludar con la mayor simpatía que podía, mientras traía frente a mi vista esa inhóspita cara, demasiado familiar para quien solo paga pasaje estudiante.
Aún me hallaba en la otra esquina cuando oí sonar el timbre, y el semáforo se encontraba en rojo. Fugit irreparabile tempus, repetía en mi interior, intentando recordar las palabras de la clase anterior y me mortificaba intentando explicar a la helada brisa de esa mañana que era demasiada presión como para perder mi tiempo esperando un color.
Llegué justo al toque del segundo timbre y ahí estaban frente a mí, los ojos pardos: - ¿Cómo va todo? - reí ligeramente ante su pregunta- ufff, con sueño como siempre- le conteste. Su mirada me exigía distancia, es mejor evitarla a toda costa. Caminó hacia la derecha perdiéndose entre la gente.
Me acompañaba siempre. Jamás supe cómo lo hizo. Pero no importaba, estaba conmigo y eso era lo primordial. Una malaquita colgando de mi cuello me lo recordaba. Sentí esos tacos que todas las mañanas retumbaban en mi oído, como borrasca redoblando en la rompiente. Era el último día de la semana y comenzaba la rutina nuevamente: un, dos, tres: cuadernos, lápices y el murmullo de todos los días.
No me causó mayor interés la clase, prefería mirar mi jardín que ya no era como antes y por más que al cerrar lo ojos me transportaba a ese bucólico paisaje en donde lo abrazaba, al abrirlos no quedaba ni el volátil rocío de esa fantasía. Así que resolví devolver mi mirada adentro para observar mi otro jardín, ese que sin saber por qué, me despertaba mayor admiración. Ya no era igual que hace dos años, cada segundo que pasaba, era uno menos que quedaba para que seamos cortados de este prado, y volvía a mí mente galopante: fugit irreparabile tempus.
Agaché suavemente la cabeza para esperar del recreo. Comenzar así el día no era alentador. Sería mucho esperar las veinticuatro horas que faltaban para verlo nuevamente.
El plástico ya nos había envuelto lo suficientemente fuerte a todos en mi generación (y al parecer a varios más) como para no alegrarme de poder perder mis dedos entre su pelo. Todo lo que se había forjado era un verdadero cristal, que aunque fuera frágil, prefería cuidar y pensar que cada parte de él eran las mariposas que siempre había esperado. Camine hacia la entrada entre empujones y cuerpos que desgastan la voluntad, la cual era tan ligera, que se perdía entre bosquejos confusos de mis olvidos. Pero prefería caminar entre estos cuerpos en vez de pasillos confitados con lápidas que jugaban a ser dulces y que ante la vista de un sistema no serían más que números.
Al fin llegué donde él, estaba como siempre, su cabeza semi-calva en la que ya había caído suficiente nieve. Me hacía feliz verlo así, pues ya había vivido su primavera. Era lo que me tocaba. Lo que nos tocaba. Pero me parecía insólito. El día en que nos atreviéramos a soltarle la mano a las máquinas y seamos espíritus inquietos dispuestos a volver a tender las sábanas blancas y empezar a escribir de nuevo, podría realizar ese ritual que siempre había añorado: una apertura dulce como la sonrisa de un bebé y un cierre aún más dulce, que no quede en el anonimato.
El humo del café de cada mañana nublaba mi mente pero no lo suficiente como lo deseaba. Los minutos aceleraban rápidamente como una fina tela rajándose en el viento.
Sin darme cuenta se había ido la mitad de la mañana. Las risas comenzaron a aumentar en la sala, la escena del compañero rompiendo el vidrio del mueble con una pelota mientras la profesora había salido a buscar las guías, rompió bruscamente el ritmo de la mañana. La hora se fue entre discusiones y repartición de culpas de todos aquellos que participaron en el improvisado juego. Todo lo que no trabajamos en clases por culpa de aquel entrampe, quedó de tarea y solo se escuchó un solo relinche de animalitos escapando del corral para salir entre coses al recreo.
Cuando volvimos al corral las quejas por el incidente de la hora pasada no se dejaron sentir: comenzaron los pelambres hacia la profesora, comenzaron a echarse la culpa unos a otros responsabilizando a su falta de talento sobre el dominio del balón una sublime “cacería de brujas”.
A mí ya no me importaba nada de lo que sucediera de aquí en adelante, solo que al comienzo del próximo día él estaría conmigo.
Las palabras del profesor iban y venían, el ambiente estaba tenso, cortante, a cada uno nos punzaba la cabeza de tantos ejercicios. Pero el chelo que compuso los acordes para el final de esta jornada ya comenzaba a sonar, sin embargo de pronto una interferencia se adueñó de ese momento. Era un mensaje en mi teléfono: “cuando salgas cruza la calle xq t mand algo y t lo fueron a djar”. Fue una sorpresa, un motivo más para alegrarme.
Al fin tocó el timbre. Fue una liberación para todos, algunos salieron corriendo y sólo se distinguía una masa de zapatos negros y chalecos al sol del medio día. Al salir me volví a encontrar con los ojos de color pardo y las miradas se volvieron a juntar: Que estés bien. Fue una despedida automática pero agradable y lo vi fugarse, como de costumbre, calle abajo.
Al dirigir mi mirada hacia la otra calle, lo vi. El corazón se aceleró y una sonrisa se dibujó en mi rostro inevitablemente, pues vi su pelo y su chaqueta negra. Crucé y lo mire con los ojos brillantes: sorpresa- fue lo único que dijo. Mientras comencé a sentir sus manos en mi cintura y sus tibios labios contra los míos. Carpe diem, pensé, y cerré mis ojos.
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