La piel de su cara está tensa, brillante, se nota que es fina, muy fina, dura y resistente. Tiene un color barnizado, los ojos hundidos bajo la frente, como impuestos, como no deseados, como prefiriendo haberlos dejado a parte.
Llueve. En la ventana, las gotas ya se colaron en mis fotografías. La cerré, porque me llenó de manchas la remera.
Sus manos, de largos dedos del mismo color de su cara, se tocan las sienes. Me pregunta porqué estamos así. Porqué nos carcome el deseo de llorar como un teatro oscuro cada día. Porqué el piano en un rincón de la habitación, porqué una liga subiendo una pierna, porqué derretir cual hielo una belleza, unos párpados deshilvanados, unos dobleces de pollera, un algodón impregnándole de agua bendita la frente al niño.
Llueve, y no le importa. Como en un corto, como en una realidad a medias. Estira su brazo largo, su brazo flaco, y agarra la luna de un manotazo. De las paredes empieza a llover negro, desde afuera arremete un canto de violines y grititos lastimeros.
No le importa, se acerca la luna a la boca y le muerde un pedazo. Lo mastica, siento sus músculos confabularse perfectamente, sus dientes inmensamente blancos desgarrando, deshaciendo, destrozando la fina estructura.
Una y otra vez, bocado tras bocado, se come la luna. Se la traga entera. Noto las paredes de su garganta estirarse, la luna pasando por dentro, recorriendo sin prisa el esófago, cayéndose hacia el pozo negro que la espera.
Me mira, cuando la tiene toda en el estómago. Su cara está intacta, no cambió nada. Tuerce un poco la cabeza, como esperando ver mejor mi expresión. Se oyen mejor que nunca los sapos, croándole al temporal. Entonces el piano cobra vida, toca la melodía esperada, el eco ansiado, la canción para llorar de noche.
Y ella, con los dedos largos y manchados de luna, me acaricia una mejilla. Me cierra los ojos, me atrapa una mano, sonríe despacio y volvemos a quedar dormidas. |