Como un fuego enorme ardiendo entre las palmas de las manos. Supernova que explota en el espacio, abarcando miles de años luz, rompiéndose, desgarrándose en cien mil millones de partículas. Colores. Formas que se mantienen en el aire, son como fuegos artificiales. Ningún soplido, ningún lobo feroz, puede hacerlas desaparecer. La explosión se expande, se ensancha, abre la boca gigante y se traga uno, dos, tres agujeros negros. Los devora, los saborea, se pasa la lengua por el labio superior y cierra los ojos de contento. Ahí va todo aquel hielo enterrado en el corazón.

Las memorias realmente deberían quedarse sólo en memorias. Es el natural impulso humano de querer traerlas al presente, como tambaleantes figuritas de humo de incienso. Por un instante, al verlas aparecer, te parece que de verdad volvieron. Pero basta acercar un dedo tímido para que se esfumen, de desfiguren y desaparezcan, disueltas en el aire. Las memorias, realmente, deberían quedarse sólo en memoria.

Color para enriquecer los ojos. Aunque estén cerrados. Es un color más allá de los sentidos. La onda expansiva, a tantos y tantos billones de kilómetros, llegó hasta mi ventana abierta. Entró, como un ejército de pequeños puntos brillantes. Un viento solar fuertísimo. Voló todos los papeles de arriba de la cama, desanudó los nudos de todos los collares colgados en el brazo de la portátil.

Supernova es cuando una estrella estalla. Lo hace por una sola razón: Acumulación infinita de luz. Pero no se pierde en la inmensidad. Simplemente se camufla, sutil forma imposible de entender, y se pierde por ahí, quizás para renacer en cualquier otro mundo. Color que enriquece el alma, tersura de mi candil.