Cada vez que pronuncio tu nombre es como si algo quisiera volver desde un profundo túnel, una cueva extensa donde lo dejé alguna vez. Siento únicamente ese pequeño movimiento, como un susurro cargado de eco, removiéndose en lo más interno. Cuarenta y cinco mil años de polvo, tierra y aires que lo llevaron a quedar escondido en aquellas profundidades que desconozco.
Lo repito y oigo cómo suena. Es corto (sólo seis letras) y me sugiere tantas cosas a la vez que no logro distinguirlas. En principio, diría que es armonioso y tranquilizador. Después, cuando le presto más atención, me habla de tempestad y poder.
Tu presencia es lejana, casi como un cuento de la niñez ya olvidado. Si a los recuerdos se les pudiera sacar una foto, ésta sería borrosa, indefinida, oscura.
Sé de gente que recuerda. Oyen nombres y en seguida pueden describir caras, sucesos y acciones. Los traen al presente como cuerpos sólidos, estables, representativos de un pasado que no se muere más.
Tu nombre. La persona que sos. Esa que no recuerdo en absoluto, y que, dos por tres, cuando de pasada cruzo uno de esos pedazos de vidrio que reflejan cosas, me mira intrigante. Se parece a mí.