LA MUJER SIN BRAZOS
Le había prometido que después de la oficina, pasaría por su muestra de pintura, la primera en su vida, ubicada en los fondos de una galería muy concurrida del centro y a escasas cuadras de nuestro trabajo. Nos conocíamos de muchos años atrás, Julio era mayor que yo, colindantes dentro del recinto, cómplice de viejas rutinas.
Éramos varios, esa tarde de otoño, los de la partida; aunque muchos en nuestra jurisdicción no supieran nada de pintura, se comprometieron a hacerle una visita formal, casi protocolar. Nadie más que yo sabía lo que significaba para él la realización de la exposición; las imágenes congeladas del tiempo lo atestiguarían enmarcados desde las paredes, como radiografías de su mundo interior. Ya no recuerdo cuánto hace de aquella primera vez que me comentó lo de su hobby, sus clases en el atelier y la elaboración de sus cuadros, que ahora exponía para que todos pudiésemos apreciar.
Fui por mi cuenta, avisé en mi casa que llegaba tarde; las calles destilaban los últimos restos de la jornada, yo los absorbía con cierta resistencia y los depositaba en mi inconsciente para así darle paso a la noche. Se entraba a la galería por la peatonal, la sala estaba al final del corredor, un tumulto de gente sobre la puerta me sirvió de guía. Un mozo, rebotaba de una punta a la otra, sitiado por los visitantes; una música suave filtraba los resabios de la calle.
Y ahí estaba él, incomodando a su ego, saludando a todo el mundo, agradeciendo con una copa en la mano, ése que era “su día”, quizás el único en años, en el que de algún modo Julio ya no era el mismo Julio que estaba escondido detrás de un mostrador y envuelto en papeles que lo asfixiaban desde su escritorio, sino otro, otro Julio, que parecía recién parido desde su propio cuerpo, como si estuviese cambiando su piel desde adentro y se estuviera transformándo en un ser más liviano y luminoso, librándose de esa pesada coraza que se le había ido acumulando con sus propios miedos.
Lo saludé como si fuera la primera vez que lo hago con él, desde un ángulo de mero espectador, maravillado con algunas de las formas y colores desparramados por toda la muestra y sorprendido de la gran aceptación y admiración de la gente. El leit motiv de la presentación, como ya me había comentado en alguna charla de café, era el de la mujer sin brazos, inspirada en aquellas estatuas rotas de los griegos, a las que inexorablemente el tiempo se encargó de ir mutilando, y creando de esta manera, una belleza inconfundible.
Mientras sorteaba a los invitados y esquivaba el saludo de algún conocido, me adentré de lleno en la exposición, (detrás del mozo y con un vaso en la mano), rotando entre los cuadros como en un trampolín de imágenes quietas. La recorrí siguiendo sus sabios consejos, en silencio, tratando de disfrutar del hecho estético en sí mismo y no pensando en buscarle un significado, el que a veces resulta ser un tanto rebuscado. Una Venus de Milo de yeso, majestuosa, escoltaba la muestra desde el centro de la sala.
La mujer sin brazos aparece en todos los rincones de los cuadros y en todas las formas y colores posibles, siempre dentro del arte abstracto y de la técnica del acrílico; en una obra aparece como estilizada y deformada a tal punto que apenas reconocemos la figura femenina; en otros es una mujer gorda que sin brazos parece un tonel. Me sorprendió una lámina de gran contendido erótico, la que parecía tener, lógicamente, más aceptación entre los asistentes.
Sin embargo, según el autor, la mujer sin brazos es sólo un pretexto para pintar, para darle una forma, un tema, un punto de encuentro para toda la muestra, más allá de que alguna vez deslizó una interpretación donde quizás estas mujeres sin brazos, a la manera del arte helenístico, representan algún tipo de alegoría.
Julio era una persona más bien introvertida, y rara vez efusiva. Era alto y extremadamente flaco, sus trajes le quedaban siempre holgados, como si fuese un espantapájaros. Usaba lentes pero como tenía el pelo medio largo y lacio, siempre le tapaban la visión. Poco y nada sabíamos de él, salvo que era casado y tenía una hija, a la que nombraba en cuanta oportunidad se le presentaba, pero a la que nunca vimos, así como tampoco a su esposa, comentario obligado en las charlas de bar.
En un momento dado, cuando ya la gente se empezaba a ir, me lo encontré recostado sobre la Venus de yeso, y hablando con una mujer hermosa, explicando no sé qué cosa de uno de sus cuadros. Le pregunté si estaba a la venta.
-No, la que estaba a la venta era ella, me dijo sonriendo. Vos, elegí el que quieras y llévatelo.
- La que no tiene brazos es la que más me gustó.
Sonrió como nunca lo había visto en mi vida; luego siguió su periplo por la muestra amparado por un buen número de mujeres que sí tenían brazos y sobre todo, piernas. ¿Alguna de ellas sería su mujer?, pensé. ¿Tendría mujer? Si vida era tan misteriosa como cada una de las formas que insinuaba en sus trabajos.
Antes de retirarme, (fui casi el último en despedirse y el último en probar algún bocadillo), lo felicité sinceramente, porque me había demostrado que había algo dentro de él que era único e irrepetible, y que representaba, en definitiva, un pedazo de su mundo que la oficina no le pudo arrebatar. Salí a la peatonal en dirección al metro, una orgía de brazos de todo tipo y forma me escoltó hasta la puerta. Ya en el vagón, me imaginé un mundo de gente sin brazos pero me fue imposible; para empezar, no podría haberme tomado este tren, y tampoco habría podido abrazarla a ella, a la que me esperaba al final del recorrido.
Volvimos a la rutina de siempre, la de los papeles sellados y firmados y los expedientes que hay que terminar antes de tiempo, a las conversaciones triviales, los saludos mecanizados, a las infidencias de algún empleado, a los sueños incumplidos de otro. A representar, en definitiva, la obra que otros nos escribieron pero que nosotros no elegimos. Julio volvió a ser aquel hombre callado que rara vez sonreía, y que cumplía a rajatabla con su labor. Retornó, como en sus obras, a ser un hombre de acrílico.
Al poco tiempo se jubiló, estaba feliz, quizás porque ahora podría dedicase de lleno a lo que más amaba, la pintura. Así lo mencionó aquella tarde, la de su gran despedida, entre copas y picadas, entre abrazos y ojos brillosos por la emoción contenida. Recuerdo que antes de irse, nos dijo que nunca dejemos de hacer lo que nos llene el espíritu, lo que llevamos dentro, y que en síntesis, todos somos un poco artistas.
No lo volví a ver hasta que una noche me lo crucé en un restaurante del centro. Yo estaba sólo, recién salía de la oficina, hacía tiempo para encontrarme con mi gente. Lucía como siempre, correcto e impecablemente vestido, acompañado de dos mujeres. Se sorprendió al verme, me acerqué a saludarlo desde la otra punta de la sala. Estaba con su familia, a la que yo veía por primera vez: sus dos mujeres, las que invariablemente mantenía a resguardo de sus compañeros. Eran hermosas a juzgar a simple vista. La joven, que se parecía mucho a él, me saludó con un beso; a su esposa, por respeto, le tendí la mano, pero mi saludo se perdió en el aire, porque la mujer no tenía brazos.
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