En palacio todos están preocupados, los Reyes vagan de un lado a otro del pasillo esperando que salga el médico, ha venido desde el otro extremo del reino y le precede su gran fama. Por estás estancias han pasado un montón de doctores, una buena tanda de curanderos y una corte de charlatanes diciendo poder curar al príncipe, pero este no había mejorado. Con él probaron de todo, mejunjes de uña de gato, rabos de lagartijas puestos a macerar en alcohol durante una lunación, sangrías, cataplasmas, baños de asiento… Unos decían que padecía de un humor negro o que la bilis le llegaba a la sesera. Otros dijeron que se trataba de un cólico miserere mal cuidado, incluso hubo quién afirmo que estaba poseído por el diablo. El príncipe era un chaval enfermizo, se ensimismaba con cualquier cosa; bastaba el vuelo de una mariposa para se quedara parado durante horas. Se le podía ver a la orilla del río, decía que le hablaba que le contaba historias del mar, de marineros y sirenas. Huía del metal, no soportaba la vista de la espada, tampoco de las lanzas. Cuándo veía una gota de sangre caía al suelo y su rostro palidecía. Sufría con todo aquel que padecía algún dolor. No soportaba ir de caza y siempre intentaba ponerse delante de las presas, le daban unas extrañas pataletas, una especie de histeria que llegaba a espantar cualquier posible captura. A veces se perdía durante días en el bosque, imaginándose historias de duendes y hadas, creando mundos mágicos y maravillosos El médico salió de la alcoba.-Lo siento Majestad, creo que vuestro hijo no tiene cura. -¿Pero que tiene?, ¿es grabe? ¿Qué le pasa?, dijeron los reyes a la vez. – Lo siento mucho, mi Rey, mi Reina, vuestro hijo es un poeta. |