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(Otro texto para revisar, corregir y tal vez borrar)


Tal vez porque siempre vio a su padre como una persona mayor, o simplemente porque era su padre, de alguna manera le parecía que el viejo tenía mucha experiencia en la vida. Para sorpresa del padre, en una ocasión le preguntó sobre qué era lo que había aprendido de la vida. El hombre lo miró con extrañeza. No podía ser de otra forma pues la comunicación entre los dos no era la mejor pero se alegro de que su hijo se le acercara así fuera por un camino tan inusual.

No lo dejó sin respuesta y aun hoy, muchos años después de su pregunta, recordaba con perfecta claridad lo que su padre le había contestado: “Aprendí que todo pasa, mijo”.

Y como todo pasa, como había podido constatar a o largo de su vida en forma personal, su viejo se murió, él se hizo mayor y llegó el día en que él también pudiera ser sorprendido por una pregunta similar por parte de sus hijos que estaban a punto de emprender su propio camino.

Ya empezando a sentir la fuerza de los rigores de la edad y aunque hasta hace poco sentía como si tuviera diez años, sólo que mayor, ahora sentía que era sólo mayor y que los lazos que siempre tuvo de manera estrecha y afectuosa con su infancia, se habían roto del todo. Era, pues, buen tiempo para hacer retrospecciones.

Así que… ¿Qué había aprendido de la vida?

La pregunta se había venido a la cabeza desde hace varios días y decidió sentarme por fin a contestarla impulsado por algo que acababa de vivir.

Estaba trabajando en un remolcador y muy de madrugada tuvo un pequeño roce con el capitán porque le había hecho caer en la cuenta de algo que iban a hacer pero que no deberían porque, en su opinión, estarían cometiendo un delito. No entraré en detalles, pero como bien le contestó el capitán, en un tono que dejaba ver que se encontraba bajo una tensión enorme, la empresa siempre hacía estas cosas y fueran delito o no, si no las hacían pues los botaban y traerían a otros que no preguntaran tanto y que hicieran lo que se les dijera.

La tensión del capitán se debía a que se aproximaba una maniobra, su trabajo de todos los días, pero el pobre no domina el remolcador y cada maniobra era un viacrucis para él.

Bajó a la cubierta con un poco de rabia pensando que el capitán era un tonto. Alistó lo necesario para cometer el pequeño delito, hizo algunas revisiones que debía hacer y después de un rato subió al puente a de nuevo a preguntar algo.

Lo que encontró lo dejó perplejo.

El capitán se encontraba en plena maniobra aproximándose a un buque petrolero y estaba hecho un manojo de nervios.

Mientras maniobraba, el capitán lo miraba de reojo como esperando que no notara su nerviosismo. Pero desde atrás de la timonera, y simulando fijarse en el petrolero, pudo ver cómo el hombre movía los mandos del remolcador con un temblor incontrolable en las manos. Tenía el cuerpo ladeado a la derecha, escorado a estribor, como diría si le estuviera contando esto a otro marino, en una actitud de completa indefensión ante la vida.

No quiso aumentar el tormento del capitán con su presencia en el puente y dejando que él lo notara, salió sin hacer ruido.

Después del roce que tuvo en la madrugada pensó, como ya dije, que el capitán era un tonto, pero también pensó ahora que era un inepto. Fue inevitable que lo comparara consigo mismo, pues su temperamento tranquilo y analítico - muy contrario al del capitán - siempre lo había hecho responder con suficiencia en situaciones difíciles.

De inmediato cayó en la cuenta de que estaba rompiendo una de las reglas de su vida. Y sí, desde hacía cierto tiempo se había trazado unas reglas que aunque no siempre cumplía, por lo menos las tenía como verdaderas y ajustadas a la realidad después de mucho tiempo de observar el comportamiento humano.

Engarzados de esta manera el recuerdo de su padre con el pensamiento malicioso hacia el capitán y las reglas que sin haberlo notado tenía para su vida, no pudo estar tranquilo hasta que cometido el delito, vaciar un poco de aceite sucio al agua, y terminada la maniobra, pudo sentarse en el camarote ante una hoja con líneas horizontales azules en blanco donde escribió lo siguiente:

“Lo que la vida me ha enseñado.

Primero: Si por cualquier motivo alguien se siente superior a otra persona, por más convencido que esté de que tengo razón, estará cometiendo un error grave”.

Releyó su primera enseñanza de la vida y se sintió satisfecho No era una norma que se pudiera cumplir con facilidad, pero tenerla en mente le había ido enseñando a ser humilde. Y la humildad le había devuelto la confianza, tantas veces perdida, en el género humano.

Se alegró de que tuviera oportunidad de responder con calma la pregunta que él había hecho a quema ropa a su padre, y continuó.

“Segundo: La propensión a encontrar la felicidad es inversamente proporcionales a la inteligencia de quien la busca”.

Este aforismo, que aforismo le pareció, tenía demasiados términos matemáticos tratándose de un tema filosófico, pensó. Y sonrió con su ocurrencia.

Una de sus virtudes era que podía burlarse de sí mismo sin sufrir el menor remordimiento. Es más, consideraba que quien no podía burlarse de sí mismo estaba más perdido en la búsqueda de la felicidad que los inteligentes, como pensaba y había escrito en la hoja.

Aunque esta norma podía presentarse a malas interpretaciones, lo que quería decir es que hacer análisis demasiados profundos sobre la vida conducía sin remedio a un estado de duda permanente que era incompatible con la felicidad. Esta idea, corroborada por algunos pensadores que él había leído, le parecía una paradoja de la existencia y nunca llegó a comprenderla por completo.

Mientras más se cuestionaba sobre la vida y su sentido, más se daba cuanta que no lo tenía de manera alguna. Y mientras más veía que otros (filósofos, locos y profesionales de todas las ramas de la mentira humana), pregonaban que el estar vivo tenía un fin específico, más los veía como embaucadores y engañadores, pues ¿quién tenía la capacidad de predicar sobre lo que no es posible entender?

De ese mismo talante era sus convicciones sobre la religión a la que llamaba, según le había oído decir hace muchos años a un amigo suyo, patraña.

Así que no le costó nada escribir en su hoja la siguiente relación:

“Tercero: La fe aumenta en forma inversamente exponencial a la capacidad de cuestionarla”.

No le había parecido suficiente escribir “inversamente proporcional”, sino que enfatizó con un “inversamente exponencial”, aunque no estaba seguro de que esto fuera matemáticamente correcto.

Viendo que sus dos últimos aforismos eran del tipo que él llamó “matemático”, pensó que ya se estaba pasando de la raya, pues estas ideas no se las había enseñado la vida sino que él las había deducido después de mucho leer y mucho razonar.

Buena falta le hacía la capacidad de síntesis de su padre. Pero como ya estaba dado a la tarea de escribir lo que la vida le había enseñado, quiso darle un poco de ligereza a la lista y escribió:

“Cuarto: No hay que creer ni en el amor de las putas, ni en la amistad del capitán”.

Aunque esta sentencia no se lo había enseñado la vida sino que la había oído en los barcos desde sus primeros días de marino, le pareció simpática y bastante cercana a la realidad.

De hecho siempre la había dado por cierta, pero esta vez se detuvo a analizarla un poco.

De la primera aparte se centró más en “amor” que en “putas” y como nunca había podido entender lo que era el amor se apresuró a declararla como cierta y tachando unas palabras, la perfeccionó así:

Cuarto: No hay que creer ni en el amor, ni en la amistad del capitán”.

Recuerdos que no quería recordar vinieron a su pensamiento y un gusto amargo y repentino le tocó la garganta. El amor le era tan misterioso como la vida y de él conocía sólo que podía ser más turbulento y bello que la mar más furiosa.

Tal vez, pensó, debería cambiar esta cuarta sentencia y reivindicar a las putas. Pero no lo hizo y continuó con los capitanes.

Los había conocido de todas las calañas. Ladrones y canallas habían sido los más. Pero hubo también tímidos y hasta inteligentes y organizados. El que había originado la lista y que permanecía todavía en el puente era nervioso como ninguno, pero al menos no era ladrón. Era, en realidad, un buen hombre. Muy seguramente hubiera sido mejor relojero o bibliotecario que capitán, pero todos los oficios del mundo estaban llenos de personas que hubieran sido mejores y más felices en otros.

La lista ya se estaba haciendo demasiado larga y pensó su último aforismo con un poco más de detenimiento.

Casi desatragantándose de un hecho que conocía desde que pudo observar al mundo pero que apenas hasta hoy se atrevía a exponer, escribió con amargura:

“Quinto y último: La democracia no existe. La masa de electores es estúpida e incapaz de escoger al mejor de los candidatos. Ella quiere y puede sólo, en forma ciega, buscar un padre. Los verdaderos político, los más perfectos delincuentes sobre la faz de la tierra, conocen desde siempre este hecho simple”.

Dejó el lápiz sobre la mesa y releyó la lista.

Ya no le pareció tan larga como antes. En realidad le pareció demasiado corta. Contenía, eso sí, varias verdades que desnudaban su corazón y que hubieran merecido ser exploradas con todo detalle.

Viendo la facilidad con que sus reglas habían salido de su alma y se habían acostado en el papel, le pareció que no valía la pena perturbarlas y que cuando fuera necesario estas y tal vez otras de muy diferente condición fluirían sin estorbos cuando la ocasión lo requiriese.

Así que con paciencia fue doblando el papel casi con cariño y fue haciendo dobleces y dobleces hasta que no fue posible doblarlo más.

Tomó las normas de su vida entre el dedo pulgar y el medio de su mano derecha y las catapultó hacia el cesto de la basura.

La vida en papel de “Lo que la vida me ha enseñado” fue, como todo lo humano, como este relato, efímera. Y con una sonrisa de afecto y agradecimiento dijo para sí en voz baja: todo pasa.

Texto agregado el 22-07-2010, y leído por 127 visitantes. (1 voto)


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