Anoche salí a caminar en busca de algo desconocido para mí, pero, conocido por muchos.
De frente me encontré con la DIAN, la amiga íntima de Juancho Carrancho; dicen que todas las noches se aman locamente –eso debe ser muy bueno para ellos– pasos más, en toda la esquina, estaba NicoPan, un pastelero risueño, que no ha podido alcanzar su rodillo, quise ayudarlo pero me esperaba lo desconocido y no tenía tiempo.
Frente a NicoPan, tres íntimas aromatizantes bolsas de la basura dormidas en un colorido poste publicitario, los ronquidos eran tan fuertes que pasé corriendo para no atrofiar mi nariz. Entonces me abordó una sensación muy extraña que obligó a frenar mi carrera, me sentía observada por la multitud: eran blancos, negros, gordos, altos y hasta lindos, todos iban en busca de lo desconocido; por eso aceleré el paso, –yo quería ser la primera–.
En medio de mi prisa vi –descaradamente– cuando el Águila le picaba el ojo a Panamericana, no le importó que yo lo estuviera observando. En la esquina un macho verde plantado de nombre Polocho, estaba esperando que Panamericana cerrara sus puertas –al parecer ella es su compañera permanente y no me quiero imaginar lo que le hubiera pasado a ese Águila, si Polocho ve lo que yo–
Desde luego tenía que continuar, no podía quedarme allí esperando un suceso. Di vuelta a la esquina y empecé a correr –nunca podré entender el por qué de mi destino– quedé paralizada, mis vellos reaccionan junto con mi piel, un aterrador escalofrío cubrió mi cuerpo, él estaba allí, como si me estuviera esperando, espiando, persiguiendo, me miro con sus ojos profundos, hundidos y penetrantes, José Enrique Rodo, el ilustre pensador uruguayo, el hombre que siempre he amado en secreto, el hombre que se quedó viviendo al lado de esa, de la más hermosa, pero sencilla, la Pedagógica. Por ella, he sufrido, he sentido celos, rabia, envidia; pero así son las cosas, no siempre se tiene lo que se quiere, afortunadamente levanté la mirada para leer un aviso que me recordaría el pago del impuesto de vehículo, entonces llamé a mi novio y olvidé por un momento el recuerdo de mi amado tormento. Terminé la llamada, no sin antes sentirme incómoda, las chismosas de cada esquina me estaban espiando, una de ellas, Pizza Hut, con capacidad para leer la mente les contó a las otras (Carulla, Flower Shop, Funeraria y Colsubsidio) lo que yo estaba sufriendo, entonces me miraron con compasión, yo les sonreí –como quien no quiere la cosa, como si no supiera que estaban enteradas de todo, me hice la loca–.
Sin darme cuenta ya estaba ahí, ¡terminé la búsqueda de los desconocido para mí, pero, conocido por muchos! Mis oídos vieron el aroma de la palabra, mis ojos tocaron la suavidad del artesano y mis pies flotaron hacia un rincón iluminado, destellado por seres amados, embriagados, enamorados de ese lugar conocido por ellos, al cual no dejan de visitar cada día; entonces no tuve otra alternativa que buscar la historia, el pasado, el recuerdo, lo viejo, lo antiguo, o sea, la memoria. Aquel patrimonio cultural desconocido por mí –que sin conocerlo ya me gustó, por todo lo que mi mente vió– una feria del libro cada año, un día entre semana para los más viejos, un pedazo de césped para que duerman los obreros, una silla cálida para los actores de la Mama, las caricias en la tarde de una pareja gay, los paseos de perro arrastrando a su dueño, las mamadas de ron hasta la amanecida, una trapo en el piso exhibiendo artesanía, las parejas, los besos, los cachos, los celos, hacen distraer la monotonía.
Todos aparentemente protegidos por un Comando de Atención Inmediata, CAI. Entonces mi corazón acelerado y mis piernas temblorosas se acomodaron en un frío, duro y áspero dedo de la madre iglesia –no alcancé a sentirme cómoda– cuando retumbó el grito de la matrona “¡dejen oír al cuentero, ese nueva impertinencia no ha podido deleitar a mis campanas!, ¡cállense todos! Y usted la recién llegada aliste los 1.000, aquí nadie se salva”. Levanté la mirada –no les miento– todas las ventanas estaban directamente en mí, me puse de pie, metí la mano en mi bolsillo derecho y saqué mi cámara exacta, no podía dejar de registrar eso, lo desconocido para mí, pero conocido por muchos.
Era un hombre, de voz maravillosa, maestro en arte dramático, alto y delgado, de cabello rubio, liso, medio largo, –a mí me gustó, pero eso es un secreto–.
Entonces el carcajeo de una bicicleta, todo terreno, llamó mi atención –se veía tan feliz– no se si disfrutaba tener encima a una bella, elegante y roja canasta de PonyMalta, o eran sus manubrios enloquecidos por el runrún de esa, la voz maravillosa. Así, pasaron ciento ochenta minutos –sólo me parecieron tres horas–.
Me fui directo a él, el latido de mi corazón estaba atraído por esa voz maravillosa, me dejé llevar, sólo faltaban dos movimientos para decirle: ¡hola mi nombre es… cuando mis ojos dejaron de oír, mis orejas palparon ese olor a novio celoso y entonces mi boca escucho el rugir de un beso. “¡Sorpresa! Salí a caminar y me encontré con tus buenas amigas La DIAN, Panamericana y Pedagógica, y me dijeron que aquí te podía encontrar, además Carulla y Colsubsidio me describieron el color fucsia de tu vestido. ¡Vamos esta noche es para los dos, ya tengo reservada una banca en Terra!”
La voz maravillosa me vio alejar, con su mirada cálida me dijo: Te espero el viernes a las 3:00! Anoche estuve con mi novio en Terra –una velada maravillosa–.
Por ahora los dejo, ¡hoy es viernes! y tengo una cita a las 3:00.
Mary Herrera Ortiz
Actriz, Comunicadora Social y Periodista |