Yuyeros
Duró poco. Y a lo mejor está bien. Mire, mi abuela Nicasia, una negra negra venida de Brasil, decía a sus noventa años que no hay que ir por la vida llorando como un maricón. “El mundo es una cacería, Elvio, y el que no puede o no aprende a cazar, se muere de hambre en la huída o se lo comen enseguida “. Palabras acuosas de la vieja, parece que la veo, sonaban entre el humo del toscanito, la mirada oblicua que heredamos todos. ¿Usted sabe que mandaba a su hija mayor, mi madre, a comprar algo y al despedirla escupía en el suelo diciéndole “antes de que se seque, te quiero acá de vuelta”? Y guay si no cumplía. La abuela Nicasia, cuya abuela a su vez había sido una de tantas africanas traídas por los portugueses como esclava y vendida a buen precio al que después fue su marido, tenía la mano pesada como una plancha de fierro, de esas que funcionaban a carbón. Decía mi vieja, Dios la tenga en la Gloria, que a sus ochenta y tantos años todavía le dolian los cachetazos. Disculpe la digresión, le contaba que a lo mejor duró poco porque fue un milagrito, de esos que aparecen y es difícil entender. ¿Vio que hay cosas que a uno no le entran en la cabeza, por más que le de vueltas?. Bueno, aquellos días de la farmacia San Luis, tuvieron eso, qué se yo, ese perfume que dejan algunas películas, cuando desde los títulos ya está claro que es para uno, así de fácil. Y, cuando se cree en algo, en las patas de un caballo, en una mina, como en este caso, no hay Dios que atienda las quejas.
Serían los finales de los sesenta, digamos, tal vez 63,64, pongalé. Como pasa en estos años, zas, en uno de los localcitos de la Justa Lima, de un día para el otro, estaba funcionando la farmacia, adentro de esos pasillos todos iguales, que hacen acordar a las casillas en los correos con el número en la puerta, o a las casillas numeradas donde se metían los chanchitos de la india en las kermeses y si uno acertaba le daban compoteras, muñecas de trapo. Porque en las épocas de mi abuela Nicolasa un negocio nuevo era conversación de un mes en la cola de los bancos, pero ya en los tiempos que le digo habían empezado a armarlos al galope. En esta época aceleraron más, ¿se dio cuenta?, los preparan de noche, todo plástico, mostrador liviano y a la mañana ya hay dos minitas con calzas y mirada asesina facturando a los babosos que ni se fijan los precios. Claro, con la misma rapidez se funden, levantan todo y viene el de la inmobiliaria con cara de nada y un cartel SE ALQUILA hasta que a la semana aparece otro.
Vuelvo a la farmacia San Luis, mientras duró fue una atracción, si no me cree pregunte en la plaza a los otros viejos, va a ver. Y eso que la mina no era gran cosa. Porque atendía una mujer, si. Dicen que era la dueña. Pinta de farmacéutca no tenía, pero en una de esas…. Mire, yo por una igual no me doy vuelta en la calle, pero ella, Amanda se llamaba, con ese guardapolvo impecable, dos buenas tetas, labios chicos bien pintados, y perfume a tarde de sol en el patio entre los cítricos, como lo llamaba yo, nos podía a todos los muchachones, en fila o a lo ancho. Debió ser la manera de hablar también, suavecita, medio ronca. Lo calentaba a uno, ¿me entiende? No era jovencita, pero tampoco una veterana de la Guerra del Paraguay. Tendría cuarenta y algo muy bien llevados. Tampoco voy a negar que sabía un montón de yuyos, obviamente, porque desde que a Vicente Ergolano, que tenía veinticuatro pirulos y no veía un oso en la cabina de la plaza Mitre, le recomendó hojitas de culandrino con boldo tibio más dos cucharadas de miel y a la semana el tipo leía el prospecto de las pastillas para el colesterol del padre de corrido y en voz alta, empezamos a ir todos para saber si nos daba algo que mejorara cualquier problema de salud de esos que nunca faltan. Y de paso a relojearle el escote o las nalgas que le levantaban el guardapolvo cuando caminaba, viera Usted.
Se imagina lo que sigue. A los argentinos nos encantan las salvaciones fáciles, y así cualquiera nos duerme enseguida. Bueno, empezamos, sin disimulo, desde los pendejos hasta los más añosos a desfilar por el negocio. A Rodrigo Mendía, para la artrosis le tocó anís estrellado, pero con tilo y limón en cascaritas, a Dante Repetti, para la espalda, que no lo dejaba dormir dos noches seguidas, pezuña de vaca y cardo santo en boldo amargo y a Nicola Brambilla, alérgico hasta de las luces, uva ursi, pasionaria con manzanilla y un poco de vino de misa. Las mujeres del pueblo, en cambio, eran reacias a ir, vaya a saber el motivo. El caso es que yo, que en esas cosas no creo, debo haber sido el último en visitar la farmacia. Si, le confieso que fui.
Un sábado a la mañana, me puse el saco de corderoy, entré y me quedé atrás, cerca del vitraux donde una serpiente parecía tomar agua de un bebedero. El resplandor dibujaba la víbora sobre los clientes, si parecía que nos estaba encantando a todos. Amanda escuchaba cada pedido y después con saltos a lo pajarito, de un lado a otro de los estantes, entregaba el yuyo justo con una sonrisa convincente. Yo le veía algo de mano santa, que quiere que le diga. Así estuve, calladito, hasta que el negocio quedó vacío. Entonces me acerqué, le conté en voz baja mi problema, ella no dijo ni mu. Buscó tres o cuatro hierbas, las colocó en esas bolsitas discretas y salí con ruda macho y amargón, que debía mezclar junto con té negro nomás, sin azúcar. Pasó una semana y nada. Entonces volví. Estaba a punto de cerrar. Le expliqué, sonrió más amplio todavía, bajó la persiana y me hizo pasar a la trastienda. Empezó a hablarme suave mientras se untaba las manos con pomada color celeste. Siguió hablando, me hizo quitar la camisa, frotó mi pecho, y no sé cómo estábamos los dos desnudos, sobre el diván donde pasaba las noches de turno. Tardé una hora en tener al fin el orgasmo prolongado que nunca conseguia. Y me lo hizo repetir para demostrar que no era una casualidad. Me despidió diciéndome que siguiera con los yuyos todas las semanas.
Dos días más tarde la farmacia no estuvo más, como le dije. El vitraux lo tiene un pariente del doctor Jeanmaire en un country de Pilar. De Amanda, ni rastros. Todos seguimos tomando lo mismo, pero no sé, ninguno de nosotros anda como en aquellos día de la San Luis. Así es la vida.
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